Pesimismo democrático latinoamericano. Por Cristóbal Bellolio

Ex-Ante
Gentileza de T13.

La alarma en Ecuador se prendió hace unos meses cuando narcotraficantes abatieron a tiros al candidato presidencial Fernando Villavicencio. Luego asume el joven Daniel Noboa, anunciando una consulta directa que bypassea las funciones del Congreso. Amenazó a los clanes delictuales con nuevas cárceles, militares a la calle y estados de excepción, y le respondieron con un verdadero estallido narco, que reveló la fragilidad del estado y obliga a Noboa a seguir la senda de Bukele.


Latinoamérica fue protagonista de lo que Samuel Huntington llamó la “tercera ola” de democratización. De contar con solo tres democracias en 1978 (Colombia, Costa Rica y Venezuela), en 1995 apenas quedaban dos regímenes autoritarios (Cuba y Haití). Casi tres décadas después, la región se ha contagiado del ánimo sombrío que tiene a todos los rincones del planeta hablando de un proceso de erosión, recesión o desconsolidación democrática.

Según el último índice que prepara The Economist, que mide calidad del proceso electoral, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación y cultura política, Latinoamérica es la región que más ha retrocedido en los últimos veinte años. Según el más reciente informe del Latin American Public Opinion Project (LAPOP), el apoyo a la democracia en el subcontinente cayó hace diez años a su mínimo histórico desde el comienzo de la medición, y aun no se recupera.

Del mismo modo, tras una década de deterioro continuo y sistemático, Latinobarómetro reporta en 2023 una “recesión democrática en América Latina”, expresada en un bajo apoyo a la democracia, aumento de la indiferencia frente al tipo de régimen, preferencia y actitudes a favor del autoritarismo, y el desplome de la evaluación de los gobiernos y de la imagen de los partidos políticos.

Revisemos algunos hechos objetivos, comenzando por Centroamérica. En El Salvador, haciendo la gran Chávez, Nayib Bukele consiguió burlar la disposición constitucional que le impedía ir por reelección, y todo indica que lo conseguirá. Su estratosférica popularidad está directamente relacionada con el éxito que ha tenido en la represión de las pandillas, con escasos miramientos a sus DD.HH. En Guatemala, un politizado poder judicial hizo lo imposible para que el legítimo ganador de los comicios, Bernardo Arévalo, asumiera la presidencia. En Panamá, el favorito es el expresidente Ricardo Martinelli, a pesar de que está legalmente inhabilitado por casos de corrupción, incluido Odebrecht. De la Nicaragua de Daniel Ortega mejor no hablar.

Revisemos ahora a los gigantes de la región. En México, se teme que López Obrador -que se ha ensañado con las instituciones judiciales y electorales- movilice los recursos del estado para favorecer a su candidata Claudia Sheinbaum. ¿Se convertirá MORENA en un nuevo PRI? Y si bien Bolsonaro cedió el poder a Lula a inicios de 2023, a nadie se le olvida que desconoció el resultado y sus partidarios asaltaron el Congreso en Brasilia. Ahora el líder de la izquierda regional tendrá que gobernar con una mayoría de extrema derecha en el poder legislativo.

Si bien es positivo que Colombia experimente alternancia en el poder -por primera vez tiene un presidente progresista-, Gustavo Petro enfrenta un escenario de fragmentación que condiciona su gobernabilidad. La alternancia se ve aun lejana en Venezuela. Con un guion más viejo que el hilo negro, Maduro se inventó un conflicto internacional con la fronteriza Guyana para movilizar simpatías nacionalistas. Si la oposición que lidera Corina Machado no le entrega garantías para el día después de abandonar el poder, Maduro no se irá a ninguna parte. A estas alturas, ni Estados Unidos quiere meterse en esa teleserie.

Ahora miremos nuestro barrio. El año comienza con el libertario Javier Milei en la Casa Rosada, gobernando a punta de decretos y basureando a sus oponentes. Con un panorama incierto por la resistencia que generan sus medidas, la duda es si logrará la anhelada transformación o terminará como Fernando de la Rúa, abandonando el país en helicóptero. Tras el fallido autogolpe de Pedro Castillo en Perú, la presidencia recayó en Dina Boluarte por sucesión constitucional, pero no ha ganado ninguna elección popular. Aunque el chiste dice la política peruana es tan inepta que ni siquiera puede dañar la economía, algunos ya no están tan seguros.

Este es el contexto en que llegan las truculentas noticias desde Ecuador. La alarma se prendió hace unos meses cuando narcotraficantes abatieron a tiros al candidato presidencial Fernando Villavicencio. Luego asume el joven Daniel Noboa, anunciando una consulta directa que bypassea las funciones del Congreso. Amenazó a los clanes delictuales con nuevas cárceles, militares a la calle y estados de excepción, y le respondieron con un verdadero estallido narco, que reveló la fragilidad del estado y obliga a Noboa a seguir la senda de Bukele.

Hay mucho de dramatismo en la narrativa del retroceso democrático global. En perspectiva, seguimos estando cerca de nuestros mejores días. Pero las turbulencias de la política latinoamericana no son ningún invento. Habría que adoptar una definición ultra-minimalista de democracia -la mera ritualidad de hacer elecciones cada cierto tiempo, por ejemplo- para concluir que todo marcha bien. Cualquier definición que incluya las precondiciones para que la gente pueda cambiar efectivamente de gobierno -oposición competitiva, prensa libre, judicatura independiente, etcétera – nos ubica en la cuerda floja. Entre tanta polémica menor, también, obliga a los chilenos a reconocer que el pasto no siempre es más verde en el patio del vecino.

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