En el patio de los diversos colegios en que estudié, observé siempre en los que usan lentes una tendencia por quitárselos a la hora de insultar o provocar. Luego, cuando los ofendidos se indignaban y querían responder a los insultos con golpes, volvían milagrosamente a ponerse los lentes. Lo hacían por la sencilla razón que golpear a un corto de vista en el patio del colegio es sinónimo de cobardía. Así lograban gracias a la óptica, una cierta impunidad.
Algo de esa estrategia usa Felipe Kast en la política. Insultante como pocos, provocador de jornada completa, cuando lo atacan de vuelta se acuerda de sus anteojos, y vuelve a ser un hombre de paz que no sería capaz de matar ni una mosca.
Zorrón cuando quiere y nerd cuando le conviene, esa técnica ha terminado por agotar no solo a los que lo contradicen sino también a los que estarían de acuerdo con sus dichos.
Destino triste el de Felipe Kast: de ser un político prometedor ha resultado ser una decepción incluso para los que no esperábamos nada de él. Hijo de Miguel Kast e hijastro de un ministro de la Concertación, llegó a la política para superar la dicotomía entre el sí y el no.
En la práctica su programa económico y social es el mismo de la ala más chicago boys de la UDI, partido del que no se entiende por qué se separó. O más bien se entiende que como su tío José Antonio, le asiste la idea, bastante absurda, que está destinado a ser presidente de Chile y que solo lo puede hacer sin la UDI encima. No entienden sobrino y tío, que para lograrlo deberían renunciar a esa seguridad de misionero tan contraria a esa chilenidad que quiere pasar piola y pasarlo mejor y aunque juega a creer en todo no cree en nada.
Tan rubio, tan perno, tan fanático como el tío, Felipe ha tratado ser siempre el Kast “bueno”. Pero más que “malo” José Antonio es el Kast original. Felipe no ha querido ser la copia. Intentó en su día convencernos que era la nueva derecha liberal. Lo más liberal que hizo fue vestirse de mujer. Pero incluso ahí se veía como esa tía descontenta que no le gustan los pasteles que le sirven en el té canasta de las amigas.
Fue el Benito Baranda de la derecha, y aunque aprendió de este la manía de publicitar todo lo que hace o no hace, la pobreza empezó a dejar de preocuparle cuando se dio cuenta que los pobres no comprendían todo su flujo sin fin de buenas intenciones.
Los años de Piñera 1, gobierno del que fue el niño símbolo, debieron enseñarle que la complejidad de las demandas de la sociedad chilena eran infinitamente mayores de lo que Cristian Larroulet creía entender desde Libertad y Desarrollo primero y el segundo piso después. Singularmente, ante esa complejidad, solo simplificó su discurso. Y en vez de hablarle a los huérfanos de la concertación, que identificó antes que nadie, se puso a pelear con Manuel José Ossandón y la derecha social cristiana que le quitó de una sola mordida todo el discurso social.
Los años de Piñera 2 aumentaron su confusión pero enfermo de deber de comunicar todo el tiempo y a cada paso, siguió en la dialéctica del miope, el niño que ofende y luego cuando los ofendidos quieren romperle la cara, nos recuerda que es un buen niño que solo quiere ayudar a un mundo que no lo comprende. Su actuación más que torpe en el caso Catrillanca debería haberle inducido al silencio, o al retiro (que es los que hizo Andrés Chadwick, finalmente) pero lejos de retirarse o de enmendar el rumbo fue exagerando su figura de alarmista profesional e impaciente dueño de la verdad.
Dejó de trabajar en equipo para dejar a su suerte a su criatura favorita, Evopoli. Evolución política, como se llama realmente el movimiento, que prueba una vez más que Darwin tenía razón y que en política como en cualquier otra cosa no sobreviven los más aptos sino los más flexibles, los que saben mezclarse con los demás y no los que se encierran entre pares de la misma edad, mismos colegios y mismas universidades.
Alguna vez Pablo Longueira habló de eso que llamaba “mal de los matrimonios”. Según él en estas fiestas, únicas donde la gente de derecha se digna a ir, se iba creando un torbellino de verdades a medias, de frases hechas, de diagnósticos cerrados que llevan al político que recibe el halago o la preocupación de su gente, a repetir el Lunes los errores que escuchó el Sábado.
Creo que ese mal puede explicar en gran parte los errores forzados o no en que se empeña en caer Felipe Kast. Tratando de convencer que es el mismo joven que llegó de Cuba a reformar la derecha, no se ha dado cuenta que de Cuba solo ha conservado el dogmatismo de los comunistas de allá sin adquirir ni un poco de las gracias o el humor que las calles de Habana enseñan. Se ha quedado solo tratando de convencernos de sus buenas intenciones mientras no se arruga en usar los recursos más brutales de la política en redes sociales.
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