Mayo 14, 2022

Perfil: Camila Vallejo, una especie de plenitud. Por Rafael Gumucio

Rafael Gumucio
La Ministra Vocera de Gobierno, Camila Vallejo (foto: Agencia Uno).

La juventud es una obligación como cualquier otra. Como cualquier obligación es una aburrida opresión cuando se es forzado a ser joven en público. Quizás el poder ser joven ahora que ya pasó la obligación de serlo es lo que ha marcado la diferencia en Camila Vallejo.


La ministra Camila Vallejo goza hoy de una admiración y apoyo más o menos unánime que no es habitual entre sus compañeros de gabinete. Sus puntos de prensa suelen ser impecables. Más allá de su innegable sentido del deber, algo de un humor y una ligereza que le empezamos a conocer en la campaña presidencial.

Una nueva juventud más solida que la antigua porque esta tejida de una experiencia de vida. Eso y también eso que se llama política profesional, o lo que los comunistas llaman formación de cuadro: profesionalismo político de que carecen personas tan preparadas como ella, como Izkia Siches o Giorgio Jackson, que no han logrado separar el hambre de las ganas de comer y se han visto opacados por la ministra de los anteojos transparentes. Ministra que entiende que la política gremial, la estudiantil o la médica, es lo contrario de la política de verdad que es la tierra de todo, es decir de nadie.

La llegada de Camila Vallejo a la política fue una autentica revolución. Camila era, y sigue siendo, incalculablemente bella. Eso que ella simplemente heredó de sus padres, era también una señal política relevante.

No hay nada más desigual que la belleza física. Por eso la izquierda, donde paradojalmente militan la mayoría de las personas bellas de este mundo, ha tenido siempre problemas ideológicos con la belleza. La belleza es algo que el capitalismo y la cultura del consumo subrayan, un paquete en que envuelven todas sus mercancías.

Así la belleza de Camila Vallejo era la señal de que el partido comunista, en que militó desde muy joven, no renunciaba al encanto de lo visible, sino que se admitía como un poder posible. Que estaba dispuesto a pelear también en esa cancha neoliberal por esencia, la cancha de lo que se ve bien, que, en la lógica comunista o la cristiana, suele ser lo contrario de lo que esta bien.

Basta pensar en figuras tan “sexy” como Lautaro Carmona o Guillermo Tellier o Hugo Gutiérrez para darse cuenta de la magnitud del cambio que vino acompañado de otra belleza también extra preparada, la actual diputada de Karol Cariola que la acompañaba en todas las reuniones de entonces.

Porque después del primer impacto de su rostro que sonreía lo menos posible, estaba su manera de hilar los argumentos, con una voz que no nació para los megáfonos de la grandes marchas, que encabezó igualmente, pero que sabía, con una sabia calma, razonar hasta el final sin dejarse amedrentar por ningún contradictor.

Seria, informada, muy articulada, aunque por entonces dada demasiado a los infinitivos “decir que…”, “Pensar que…”, logró unir detrás de ella a millones que marcharon de manera incansable por la Alameda todo el 2011. Una vez lo hice cerca de ella en primera fila y el infierno de piropos, insultos, declaraciones de amor y gestos obscenos habrían bastado para asquear del género humano al más gentil.

Ella aguantó con paciencia, una paciencia que no se agotó ni cuando un más o menos desconocido Gabriel Boric le arrebató la presidencia de la FECH, que perdió por ser demasiado seria, responsable, demasiado institucional, toda cosas que resultan para el mismo Gabrel Boric de vital importancia hoy.

A los veinte años era la mujer más odiaba y más amada del país. Sobre su cuerpo sólo aparentemente frágil, se posaron a la vez las dos aves más negras de la chilenidad. Uno de esos pájaros negros es el machismo que siempre se preguntó: ¿quién dirige a la dirigente? ¿gracias a quién y quiénes llegó a donde esta?

El otro pájaro es el anticomunismo que siempre vio en ella a un robot fabricado por Moscú, Caracas o La Habana, para destruir a Chile. Así las mismas personas que la encontraban un títere incapaz en mano de un “cubano” (su expareja Julio Sarmiento), la encontraban cinco minutos después un demonio maquiavélico que podía tejer las más complicadas conspiraciones.

Elegida diputada con una mayoría abrumadora, Vallejo se tuvo que hacer cargo de las fantasías -perversas o no- que su nombre y su rostro provocaban, dedicándose al mismo tiempo a la labor de encontrarse a si misma.

Porque era joven, desesperadamente joven aún cuando la vimos embarazarse y tener un hijo y separarse y volver a ser feliz. Todo eso con una perfecta sobriedad comunista, todo eso sin comentarios a cámaras, continuando como si nada su trabajo parlamentario. Aunque los que la seguimos con más atención pudimos ver como el tono de sus alocuciones iban dulcificándose, que iba a apareciendo cada vez menos en las fotos colegiadas del partido, y cada vez más entre Giorgio y Gabriel, jugando y riendo, eso qué, apurados por ser la voz de un país acallado, no tuvieron el tiempo de hacer mientras estudiaban en la universidad.

La juventud es una obligación como cualquier otra. Como cualquier obligación es una aburrida opresión cuando se es forzado a ser joven en público. Quizás el poder ser joven, ahora que ya pasó la obligación de serlo, es lo que ha marcado la diferencia en Camila Vallejo.

Que su pareja actual Abel Zicavo sea parte de “La Moral distraída” habla de ese salto hacia una versión un poco más distraída de la moral comunista, ese cristianismo que no quiere decir su nombre. Es lo que nos asombró a todos de su figura en unos sentadores culote y chaqueta rosa pálido en la ceremonia de nombramiento del nuevo gabinete en la Quinta Normal.

Una mujer hecha y derecha que no tiene miedo a la admiración que no puede dejar de provocar su imagen, pero la complementa la gracia de sus gestos, la puntuación de su sonrisa, la forma siempre ligeramente filuda con que termina sus frases cada vez más impecablemente construidas, aunque todavía con esas formas entre funcionaria de impuestos internos y periodista de orilla de cancha que en su generación es seudónimo de formalidad.

Madura antes de tiempo, pero también plenamente adulta, de un modo que resulta en la política chilena actual completamente excepcional. Inútil sería siquiera comparar su actitud con la de su compañero Daniel Jadue, comunista de la boca para afuera, que en su intento de ser joven solo logra ser un “lolosaurio” desubicado, de esos que se toman las cervezas de sus hijos. Como tampoco tienen nada de comunista los coqueteos de Karol Cariola con Pamela Jiles y Jilismo o el intento de Marco Barraza por ajustarse a la políticas de la identidad de la convención.

Camila encarna en cambio el espíritu histórico del comunismo chileno: nada de gustitos personales, gobernar es educar y es educarse, parece decirnos en cada punto de prensa la ministra vocera. Todo eso con esa sonrisa que nos negó por años, que parece decir que la política es, como decía Tiro Gracia, el juego verdadero, pero que no deja de ser por eso el juego, un juego.

 

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