Tal como pasó al inicio de la invasión rusa en Ucrania, el ataque en contra de Israel por aire, tierra y mar de un grupo terrorista (Hamas, de corte islamista), tomando rehenes civiles y territorio, y la respuesta de ese país (declaración de guerra), debe llevar a la opinión pública en países como el nuestro a buscar un marco certero para entender la disputa, que no es una entre ejércitos convencionales.
El conflicto palestino-israelí es fuente constante de tensión. La mayor parte de la comunidad internacional rechaza la violencia, aboga por el respeto al derecho internacional humanitario y está a favor de la existencia de dos Estados que convivan pacíficamente con fronteras seguras. Chile, en particular, ha hecho hincapié histórico en la necesidad de una solución de la controversia sin intervención de terceros, en concordancia con la posición que hemos defendido en nuestros propios conflictos vecinales territoriales.
Actualmente los palestinos tienen un grado limitado de autogobierno, pero Israel retiene control primario sobre fronteras. Aunque el ataque de Hamas fue sorpresivo por su gran escala y elevado número de víctimas fatales y heridos, la violencia de la región venía creciendo y Cisjordania -la mayor región palestina- vive la peor ola en décadas: en el último año más palestinos e israelíes han sido asesinados que en cualquiera otro desde inicios de este siglo.
Hablar de este conflicto requiere también una distinción básica: separar a la comunidad alrededor del mundo ligada culturalmente al judaísmo (donde caben las más diversas miradas sobre el conflicto), de la ciudadanía israelí (diversa y organizada en un Estado secular), y el gobierno actual de Israel (hoy conducido por una alianza de extrema derecha religiosa que empuja una agenda altamente impopular).
Igualmente, es de mínimo rigor separar al pueblo palestino (religiosamente variopinto) del Islam, del gobierno liderado por Abbas (afectado por varios escándalos), y los tres grupos terroristas que perpetraron este ataque: Hamas (sus brigadas Qassam), la Jihad Islámica (facción de línea dura que operan en Palestina) y Hezbolá (en la frontera con el Líbano). Este último grupo libanés chiíta pide apoyo “árabe e islámico” no para la Autoridad Palestina sino para Hamas y la Jihad Islámica, los que denomina “resistencia”, y con quienes declara hacer “continua evaluación de los acontecimientos y la marcha de las operaciones” en una “unidad de campo”.
El modus operandi de estos tres actores no estatales nos indica que la guerra iniciada ayer nos puede llevar a un escenario gravísimo:
Considerando entonces el actual contexto geopolítico global post invasión rusa a Ucrania; el hecho que los actores no estatales como Hamas, la Jihad Islámica y Hezbolá no se someten a regla básica alguna del sistema internacional; y la circunstancia que actores estatales con poder de veto en el Consejo de seguridad de la ONU tendrían un interés en ganar influencia en la región, es bastante poco probable que esfuerzos diplomáticos logren evitar el agravamiento de la situación.
En otras palabras, el ataque de Hamas puede derivar un conflicto mayor, que afecte Líbano y Siria. Además, seguramente tendrá un efecto expansivo en toda la región, al afectar la aplicación de los Acuerdos de Abraham, que habían generado mayor inversión, comercio y turismo en la región al normalizar las relaciones con Marruecos, Emiratos Árabes, Sudán y Bahrein.
El escenario, entonces, es un polvorín; pero eso no puede confundirnos. Tal como sucedió en tantas instancias históricas en distintas latitudes, el terrorismo diseña estrategias para dañar civiles, captando mediante matanzas una aterrorizada audiencia internacional lo más grande posible. No le interesa la democracia ni el diálogo. No conduce a ningún proceso de paz.
La única causa legítima en este conflicto es el reconocimiento de dos Estados: Israel y Palestina; y justamente para apoyarla, hay que llamar al terrorismo por su nombre.
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