A 50 años del Golpe: Comprender y Justificar. Por Ricardo Brodsky

Ex-Ante
Presidente Boric frente al monumento de Salvador Allende.

Leer y estudiar el período de la Unidad Popular reconociendo sus errores y falencias que lo llevaron al fracaso, más allá de las esperanzas que el proceso despertó en el mundo popular y de las reacciones furibundas de sus adversarios chilenos y extranjeros, es, a 50 años del golpe, lejos de una traición o del negacionismo, una obligación moral de la izquierda chilena. 


A medida que se acerca la fecha de conmemoración de los 50 años del golpe de estado comienzan a crecer las acusaciones de negacionismo contra quienes proponen, como el presidente Boric, “revisar y analizar con más detalle” el período de la Unidad Popular.

El negacionismo se entiende como la no aceptación de una verdad ya consagrada y probada por los tribunales y los informes de la verdad; esto es, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos entre 1973 y 1990. ¿Qué puede tener que ver una lectura autocrítica del período de la Unidad Popular en el negacionismo? Eso nadie lo ha explicado. Lo que es evidente es que algunos se entienden a sí mismos como los guardianes de una memoria irreductible que no admite licencias ni dudas, dejando caer la amenaza de la cancelación a quienes osan discutir la verdad única consagrada. Todo intento por explicar las razones por las que Chile perdió la democracia en 1973 se considera una justificación de la dictadura.

Sin embargo, de acuerdo con Tzvetan Todorov, “explicar, o desear comprender, no equivale a relativizar la gravedad de los hechos o justificarlos o excusarlos. Todo nuestro sistema judicial está fundado en el postulado inverso. Desde que constatamos un crimen buscamos castigar al culpable, pero, salvo en el caso de la ley del Talión, buscamos también comprender por qué el crimen se cometió. ¿Cómo, si no, podríamos impedir que se repita por otros individuos, en otras circunstancias?”[1]. Justificar requeriría probar que algo es necesario. Comprender no es justificar, es un medio, el único, por lo demás bien frágil, de construir un Nunca Más.

Pues bien, resulta difícil comprender el momento histórico que abarca los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XX sin advertir cual era el “mapa mental” de los protagonistas de aquel entonces, el peso de las ideologías y el carácter antagónico de unas con otras, las que se asumían como verdades absolutas y la mayor parte de las veces cerradas.

Desde el punto de vista ideológico el golpe de estado y la dictadura sostuvo su discurso en dos ejes iniciales convergentes: el anticomunismo y la doctrina de la seguridad nacional. Su Declaración de Principios (octubre 1973) proclamaba la necesidad de una intervención profunda y prolongada para la reconstrucción “moral, institucional y material de Chile y cambiar la mentalidad de los chilenos”, afirmando la necesidad de un movimiento cívico-militar, una democracia “más de sustancia que de formas” y unas fuerzas armadas y de orden “garantes de un ‘amplio concepto’ de Seguridad Nacional”[2].

La doctrina de la seguridad nacional impulsada por Washington en el contexto de la guerra fría, ideología común a los estamentos castrenses de toda la región latinoamericana, proponía la existencia de un enemigo interno al que era necesario derrotar con todos los medios. En tal sentido, a juicio del régimen “la represión era la respuesta legítima a una subversión manifiesta o larvada y estaba eximida de respetar los derechos humanos de las personas que se sustraían muto propio de su titularidad, al engrosar las filas del enemigo”[3]. Sabemos bien los horrores que significó esta ideología que se tradujo en campos de prisioneros, asesinatos, desapariciones forzadas, exilio, tortura, todo lo cual ha sido reconocido por los informes de las comisiones de verdad y por los tribunales.

La izquierda de los años sesenta, por su parte, en sus distintas vertientes comunista, socialista y cristiana, compartían la idea de ser representantes de un proyecto ideal de superación del capitalismo. Se concebían a sí mismas como avanzada de una fuerza social conducida por la clase obrera, una vanguardia universal poseedora de un papel predeterminado científicamente sobre la evolución necesaria de la sociedad hacia un fin tan positivo como inevitable. Sintiéndose portadores de esa misión histórica, dueños del pensamiento científico, creían (y algunos lo siguen creyendo) que, si la opinión del pueblo era esquiva, era la prueba de su carencia de conciencia de clase, ignorancia sobre sus “intereses objetivos”, finalmente, de la presencia de una falsa conciencia, de una colonización ideológica por parte de la burguesía. La tarea entonces, cual evangelizadores, era llevar la verdad única al pueblo e impulsar la revolución, aún en contra de sus deseos. La distancia que ese optimismo histórico, esa ideología teleológica imponía sobre la realidad, hacía que la izquierda no solo fuera profundamente voluntarista, sino que actuara prescindiendo de la situación real del país.

A pesar de esas ideas que hoy podríamos calificar como infantiles, se abrió paso en la izquierda de la época una conceptualización teórica para la “vía chilena”, un camino democrático y pluralista de transición hacia el socialismo, expresado en el discurso presidencial del 21 de mayo de 1971 -un lugar en que se encontraron las políticas realistas del partido comunista, la tradición democrática de Salvador Allende y la teorización política de Joan Garcés-. Esta estrategia política tenía coherencia interna, pero como opción reformista para un proyecto democrático nacional, no como opción revolucionaria para un cambio radical de la sociedad en un sentido socialista.

La retórica de Salvador Allende, con su inclinación a reivindicar los mitos revolucionarios y su gusto por mostrarse como un marxista leninista consecuente, aunque original, no satisfizo la necesidad de un relato consistente con el camino que se estaba siguiendo. Sólo al final, los últimos meses, cuando las perspectivas de una guerra civil o de un golpe de estado se hicieron evidentes, el discurso del presidente se inclinó decididamente por la defensa de las instituciones democráticas existentes, de la Constitución y de las tradiciones republicanas. De hecho, su discurso en La Moneda el 11 de septiembre, no apeló a la revolución ni al socialismo ni a los partidos de la Unidad Popular que en realidad lo abandonaron, sino a la Constitución, a la lealtad republicana y al mundo de los trabajadores.

¿Qué nos puede enseñar a nosotros, habitantes del Chile de 2023 el fracaso de la experiencia de la Unidad Popular?

El desenlace trágico, catastrófico, de la experiencia chilena ha sido largamente comentado y analizado. En lo que muchos coinciden es en destacar la relevancia de los factores políticos por sobre los económicos o sociales para explicar el derrumbe de la Unidad Popular. El profesor de la universidad de Yale Juan J. Linzn en la introducción al libro de Arturo Valenzuela El Quiebre de la Democracia en Chile sostiene que el factor principal que explica la ruptura democrática es “la erosión de las fuerzas moderadas o centristas “pro régimen” y la politización de las instituciones neutrales (…) con la consiguiente polarización total de la población[4]”. A su juicio, sin un centro pragmático las posibilidades de supervivencia del régimen democrático se tornan muy difíciles puesto que la polarización pasa a ser el rasgo característico.

La tesis de Valenzuela es que Chile no estaba fatalmente predestinado a la destrucción de su democracia, sino que fueron factores subjetivos los determinantes, entre ellos que “ideologías que pretenden instaurar utopías suelen conducir a trágicos desenlaces, particularmente cuando los que se embarcan en estos proyectos son una minoría que trata de imponer su utopía sobre la sociedad entera”[5].

A juicio de Valenzuela, idea que comparte Edgardo Boeninguer  “hubo ciertas coyunturas críticas en las cuales existió el espacio necesario para efectuar acciones tendientes a salvar el sistema[6]”. Boeninguer se refiere explícitamente a cinco oportunidades[7]: al inicio del gobierno la convergencia de las candidaturas de Allende y Tomic en torno a iniciativas programáticas comunes podría haber dado pie a una negociación que ampliara las bases de sustentación del nuevo gobierno; una segunda ocasión, muy favorable al gobierno, fue tras el resultado de las elecciones municipales de 1971 en que la DC seguía inclinada a favorecer el proceso de cambios, ocasión que arruinó el asesinato de Pérez Zujovic; en junio de 1972 la caída del ministro Sergio Vuskovic y la asunción de Orlando Millas con un programa económico más responsable y realista abrió una oportunidad de convergencia con la DC en torno a gruesas definiciones sobre las áreas de la economía; La cuarta, según Boeninguer ocurrió después de las elecciones parlamentarias de 1973 en que la oposición no alcanzó su objetivo electoral para viabilizar la acusación constitucional contra el presidente.

Era el momento para, en vez de radicalizar el proceso, buscar un acuerdo en torno a la reforma constitucional de las áreas de la economía y las condiciones legales para consolidar lo hecho; finalmente, la última oportunidad antes del golpe -pacto que pudo haberse logrado en el encuentro final del presidente con Patricio Aylwin- era una iniciativa que en forma plebiscitaria permitiera salvar la democracia ofreciendo una salida institucional a la crisis.

Ciertamente, como veremos a riesgo de ser majaderos, prácticamente todos los análisis posteriores al golpe de estado coinciden en criticar el hecho que la Unidad Popular no supo o no quiso ampliar su base política, social y electoral de apoyo, asumiendo los costos para su programa que ello implicaría. Especialmente se critica que su política hacia la democracia cristiana, cuando todavía era posible construir acuerdos de cooperación o de fondo, fue ciega y sectaria. Imponer reformas estructurales como las definidas en el programa de la UP sin contar con mayorías políticas ni sociales, demostró ser un experimento suicida.

Como cuestión de fondo, hay que considerar que tras la actitud política de los partidos de la unidad popular, especialmente de los más radicalizados, operaban las concepciones que comentamos más atrás y que es preciso juzgar, especialmente la confianza excesiva en estar en posesión de la verdad y del bien y en entender la historia y la política en democracia no como cooperación sino como conflicto. Ángel Flisfisch lúcidamente llama la atención sobre la insensibilidad de los actores del momento ante las restricciones que imponen los hechos objetivos. Seamos realistas, pidamos lo imposible era una consigna que reflejaba la confianza inconmensurable en la voluntad política como “núcleo último y básico que otorga sentido a la actividad y que explica sus éxitos y fracasos[8]”. En su análisis, la sobrevaloración de la voluntad y el estatus conferido al conflicto como motor de la historia, llevan inevitablemente a “favorecer la imagen del recurso a la fuerza en política, sea proporcionándole ya una cierta legitimidad, sea aceptándolo como inevitable y necesario[9]”.

Una mirada profundamente autocrítica, en cambio, fue la que favoreció el proceso de renovación socialista que tuvo su motor, en Chile y en el exilio, en intelectuales que realizaron una evaluación sobre su propio papel y el juicio de la experiencia de la Unidad Popular. Al calor del trauma dictatorial, la violaciones a los derechos humanos, la lucha por la sobrevivencia, incluyó muy centralmente una revalorización de la democracia “burguesa” o “formal” o “liberal” y su incorporación de lleno como un aspecto esencial del proyecto o programa socialista. Esto, naturalmente, tenía consecuencias. La primera era preguntarse de qué estábamos hablando cuando hablamos de socialismo porque históricamente se trataba de un sistema que perseguía la igualdad social pero sacrificaba la democracia como régimen político.

Se asumió entonces que el dilema actual para Chile no era entre capitalismo y socialismo, sino entre dictadura y democracia, y en donde el papel del socialismo era trabajar por construir mayorías sociales y políticas, afirmar la autonomía de los movimientos sociales, cimentar hegemonía cultural y social que permitiera avanzar permanentemente en logros de justicia e igualdad social a través de reformas en el contexto de una democracia representativa pluralista, crecientemente consolidada y profundizada. La dictadura asimismo obligó a mirar el universal del ser humano, más allá de la distinción de clases: los derechos humanos, iguales para todos, un valor universal, pasó a ser parte de la identidad del socialismo renovado.

El alejamiento respecto del modelo teórico tradicional de la izquierda incluyó “la crítica de la noción clásica de revolución como toma del poder y ruptura (y su reemplazo) por la propuesta de un proceso de constitución de mayorías y una redefinición de la noción de poder extensible a todas las esferas de la sociedad, y no exclusivamente a la del Estado. Así entonces, el concepto de transición al socialismo, propio de la visión clásica (…) pierde su sentido. No hay transición de una sociedad a otra, hay transformación permanente. Hay proceso socialista que es siempre reversible y transformable[10].

Es obvio que esta idea apunta a uno de los aspectos centrales de la “vía chilena” puesto que pone en cuestión la idea de tránsito hacia un modelo de sociedad predefinido. El socialismo, para la renovación, es percibido como “un principio de transformación social, la superación de las alienaciones, opresiones y explotación basada en la idea de la emancipación social[11]”, Es decir, al incorporar la democracia política como un fin en sí mismo, con estado de derecho, elecciones periódicas, pluralismo, libertad de expresión, entre otras características propias de la democracia, se sobreentiende al socialismo como una práctica política que apunta a transformaciones políticas, económicas, culturales y sociales en el marco democrático, con objetivos que pueden ser revertidos y con grados importantes de incertidumbre cuando ellos son alcanzados.

Sería una asimilación abusiva decir que Salvador Allende representaba esa idea del socialismo, pero es indudable que la vinculación tangible entre los ideales democráticos y los socialistas son parte de su herencia política. Por eso, porque efectivamente la tradición democrática de la izquierda chilena responde a una historia que abarca nombres como Eugenio González y el propio Salvador Allende, es que la renovación socialista se reclamó allendista, buscando anclar su proceso en un patrimonio vivo de la izquierda chilena. Como dice Tomás Moulian, “la causa de nuestro fracaso fue que la vía chilena al socialismo no se aplicó realmente. Hubiese requerido formas de alianza política muy diferentes, la aplicación irrestricta de la política que Allende y el partido comunista reclamaban[12].

Leer y estudiar el período de la Unidad Popular reconociendo sus errores y falencias que lo llevaron al fracaso, más allá de las esperanzas que el proceso despertó en el mundo popular y de las reacciones furibundas de sus adversarios chilenos y extranjeros, es, a 50 años del golpe, lejos de una traición o del negacionismo, una obligación moral de la izquierda chilena.

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[1] Citado en Brodsky Ricardo. Trampas de la Memoria. Flacso, 2018.

[2] Declaración de Principios del Gobierno de Chile, Santiago, octubre 1973.

[3] Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, Santiago, 2004, p, 165.

[4] Linz Juan, en, El quiebre de la Democracia en Chile. Flacso, Santiago, 1989. P.16

[5] Ibid., p 18

[6] Valenzuela Arturo (1989) p 28

[7] Boeninguer, Edgardo. Democracia en Chile. Lecciones para la Gobernabilidad. Ed. Andrés Bello, Santiago, 1997.

[8] Flisfisch Ángel. Exposición ante la Mesa de Diálogo sobre contexto histórico. Fasoc, año 14, nº 4, 1999. P 35

[9] Ibid., p 37

[10] Garretón, Manuel Antonio. ¿En qué consistió la renovación Socialista? Síntesis y evaluación de sus contenidos. Ediciones Valentín Letelier. Santiago. 1987 pp.27 -32

[11] Ibid., p.32

[12] Moulian Tomás. Comentarios a la exposición de Garretón, en ¿En qué consistió la renovación Socialista? Síntesis y evaluación de sus contenidos. Ediciones Valentín Letelier. Santiago. 1987. P.50

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