A fines de enero de 2014, luego de 11 once años de tramitación legislativa y tres gobiernos distintos, se logró aprobar -con los votos justos en el Senado- la Ley de Lobby que actualmente rige en nuestro país. Esto nos puso dentro de un grupo minoritario, pero selecto, que intenta dar mayor transparencia a las relaciones público – privadas, trazabilidad a la toma de decisiones y nivelar la cancha para acceder a autoridades, participando de los procesos públicos.
Se ha criticado la ley actual por no ser una regulación dirigida a la industria, propiamente tal, como lo hacen otros países como Estados Unidos, Canadá y Reino Unido, ya que el foco está puesto en la transparencia de los encuentros entre tomadores de decisión en todos los niveles y poderes del Estado y personas, grupos o empresas privadas que busquen influir en una decisión pública. Además, la Ley de Lobby permite que cualquier persona, a través de un formulario online, desde su propio teléfono, pueda solicitar una audiencia o reunión con una autoridad o funcionarios/as de los primeros niveles (pero no implica la obligación de éstos de aceptar la solicitud, aunque sí de responder en forma positiva o negativa).
Es clave destacar que este intento de influencia es legítimo, propio de una democracia y se diferencia de comportamientos irregulares y posibles delitos, como el tráfico de influencias.
Sin embargo, y tal como ha indicado la OCDE, la mayor dificultad y desafío de este tipo de regulaciones está en su implementación adecuada y su fiscalización, ya que si hay un acuerdo mutuo de no regirse por la normativa, se requiere que un tercero conozca de esta información y lo denuncie a los medios u otras instituciones.
Esto no ha sido la excepción en nuestro país. Desde el inicio de su vigencia, las sanciones han sido escasas. Durante el primer año un medio reportó que 10 diputados/as habrían sido sancionados/as por infracciones a la norma, pero sin más detalle (esta columnista requirió hace unos años la información por transparencia, sin obtener respuesta).
Lo que la Ley de Lobby no pretende es que no haya espacios reservados o confidenciales de negociaciones, conversaciones, deliberaciones y relacionamiento público-privado. De hecho, no exige que se publiquen las conversaciones, detalles, minutas ni nada por el estilo. Es decir, se resguarda el privilegio deliberativo, pero sí se pide que se publique en un registro todo encuentro -independiente de dónde se lleve a cabo o el horario- entre las autoridades y funcionarios/as indicados y aquéllos que quieren influir en alguna decisión pública, tal como contratos, actos administrativos, resoluciones, procedimientos, proyectos de ley, etc.
CIPER publicó recientemente que una serie de Ministros y Ministras de Estado han sostenido reuniones con miembros de gremios y empresas reguladas o fiscalizadas, en la casa de un ex político y actual lobbysta. Ninguna de ellas se publicó o registró bajo la Ley de Lobby. ¿La razón? Se habrían conversado generalidades y no se habría buscado influir en decisiones específicas. En momentos en que la desconfianza en el sector público y privado es alta, parece clave actuar con mayor transparencia y publicidad.
No podría reprochar jamás la existencia de diálogos, conversaciones privadas y construcción de confianzas entre los privados y el gobierno, más aún cuando se requiere avanzar en acuerdos en temas clave como salud y pensiones. Pero, el que estas reuniones se den sin publicidad o transparencia, se presta para levantar suspicacias y dudas ciudadanas.
Sin duda la ley hoy se queda corta ya que no incluye este tipo de influencias realizadas por correos electrónicos, mensajería instantánea o llamadas telefónicas y contiene otras excepciones que pueden ser aprovechadas como vacíos legales, pero al menos debiéramos aspirar a que las relaciones entre privados y públicos se rijan por estándares de transparencia y publicidad, para darle mayor trazabilidad y legitimidad a sus decisiones.
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