La polarización de nuestra convivencia diaria, lo fácil que es irritar a alguien con conductas obviamente no destinadas a ello y lo vocal y viral de sus reacciones –muchas veces incluso con llamados al boicot antes que al diálogo–, están marcando nuestra sociedad como la del resto del mundo. Los historiadores nos dirán algún día si fueron las redes sociales, la pandemia, la desigualdad u otras las causas las que gatillaron el cambio, pero el hecho es que los efectos están presentes aquí y ahora, y su impacto puede ser implacable.
Las empresas y sus líderes miran este escenario como el capitán de un navío que ve nubes negras acumulándose en el horizonte, si es que ya no está en medio de la tormenta. Un estrategia corporativa exitosa requiere que las empresas aprendan a navegar en medio de las demandas y expectativas de los inversionistas, reguladores y grupos de interés que compiten entre sí por imponer sus prioridades.
El hecho de abrazar alguna de esas prioridades se ha vuelto, en muchas ocasiones, un riesgo en sí mismo y un gesto expuesto a la interpretación política, que inmediatamente generará aplausos de un lado y detractores del otro. Incluso tratar de mantenerse al margen puede ser interpretado como un acto político, de complicidad o indolencia. Algo parecido ocurre con el riesgo que generan las sucesivas crisis, que pueden desbaratar cadenas de suministro y rutas comerciales, o transformar las fechas de las elecciones en hitos de la agenda corporativa.
Directorios y gerencias se ven cada vez más necesitados de evaluar su riesgo político, medir su potencial exposición, calibrar y alinearse sobre cómo y cuándo puede ser apropiado adoptar o abandonar una postura pública sobre materias del negocio, asuntos sociales o ambientales, y tener preparada una respuesta por si la reacción es adversa.
Una reciente columna del Financial Times argumenta que la política se ha ido transformando en un riesgo de tal magnitud, que ya va siendo hora de que toda empresa grande tenga un experto a cargo de las “relaciones gubernamentales”, que la ayude a diseñar su propia política exterior y diplomacia.
No se refiere a la práctica de incorporar como directores a personas que fueron ministros, senadores o diputados, cuya influencia y contactos van depreciándose paulatinamente, o de golpe, si su coalición pierde el poder. Argumenta que ya no es el tiempo de influencias en las sombras, ni de amiguismos.
Por el contrario, la columnista sugiere que se requiere el apoyo especializado de un tecnócrata que entienda cómo funciona el poder, quien pueda ayudar al directorio y a la gerencia a leer la dinámica entre autoridades, votantes y quienes delinean la opinión pública. A partir de ello, y en concordancia con la estrategia y la misión de la empresa, será posible establecer un diálogo constructivo (en que no solamente se transmite, sino también se escucha) que permita fraguar alianzas y cooperación que agreguen valor para todas las partes involucradas, más allá de la filantropía o la mera defensa de los intereses de la empresa.
En un contexto como este, con los desafíos sanitarios, de pensiones, la inflación, los impactos del cambio climático, la migración, los conflictos medioambientales, y un sinnúmero de temas así de complejos están en la agenda de legisladores y reguladores, el riesgo regulatorio no podría ser más alto.
Muchas veces esas autoridades están lejos de ser expertas en los temas de fondo que deben normar, ni conocen a fondo sus desafíos técnicos o el impacto completo de sus decisiones, por lo que lograr una colaboración constructiva entre ellas y las empresas -que suelen ser los principales destinatarios de las futuras reglas- es una receta que permite llegar a mejores políticas públicas.
Para lograr esa cooperación se debe construir confianza, que es una tarea que requiere vocación y cuyas principales palancas son la competencia (hacer bien lo que uno hace) y los valores (en particular la fiabilidad, la integridad, la receptividad, la imparcialidad y la apertura).
Cuando los líderes empresariales se preguntan cómo aportar al debate político y social, o cómo pueden sus empresas, directorios y gerencias contribuir al diálogo y ser parte de la formación de mejores políticas públicas, tal vez parte de la respuesta pasa por profesionalizar su gestión de estos asuntos. Así podrán navegar con éxito a través de la tormenta.
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Héctor Lehuedé, socio de RAZOR Consulting, es abogado de la Universidad de Chile, magíster de la Universidad de Stanford, director de empresas certificado por del IoD de Reino Unido, y está especializado en gobierno corporativo, integridad, sostenibilidad y asuntos financieros.
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