La semana pasada Ricardo Lagos Escobar se tomó la escena. En un lapso de tres días, y tras ser entregado el texto de nueva Constitución propuesto por la Convención, el expresidente publicó una carta, dio una larga entrevista en CNN y cerró la semana como portada de La Tercera.
Cambió el escenario, pero mantuvo el libreto en sus tres apariciones.
Quien fuera uno de los protagonistas del ocaso de la dictadura y que en 2005 lideró 58 modificaciones a la Constitución de Pinochet, en esta pasada plebiscitaria decidió no tomar postura por ninguna de las dos opciones en juego. Lo que hizo, más bien, fue manifestarse dolido por Chile e inquieto por la creciente polarización que, en su mirada (que comparto), corre el riesgo de agudizarse de cara a plebiscito de salida.
Al mismo tiempo, llamó a aprobistas y rechacistas a comprometerse de antemano con reformas post plebiscito para enmendar los errores que percibe en el texto en caso de triunfar el apruebo, o bien para continuar con un debate constituyente que se haga cargo de las demandas de la ciudadanía en caso que gane el rechazo.
Como admirador confeso y votante pertinaz de las distintas candidaturas de Lagos, la puesta en escena del exmandatario me decepcionó por un par de razones. En primer lugar, por su escasa reflexión, digamos su cuasi negación, de los hechos políticos y sociales que nos condujeron al proceso constituyente actual. Como si no hubiese habido un estallido social, como si las multitudinarias y sostenidas manifestaciones de 2019 hubieran sido maqueteadas en realidad virtual y como si este proceso hubiese sido empujado en su origen por voluntad y protagonismo de la clase política, el exmandatario le quitó toda entidad a un proceso profundamente ciudadano para situarlo en el acotado marco de la política.
Así, para adentrarse en las encrucijadas a las que nos enfrentamos en el presente y proponer salidas, Lagos evitó escudriñar en el pasado, en cómo llegamos donde llegamos. Como si hacerlo significara debatir los 30 años, o “los 20 + 10” como él los llama, y de paso poner, en cuestión su persona y legado político.
Personalmente, hubiese esperado que antes de la receta, antes de repartir un “cartillazo”, el expresidente se hubiese explayado en un buen diagnóstico del país que estalló, en su mirada y juicio sobre las razones del profundo quiebre social que tenemos y en las responsabilidades que a cada quien cabía en ello.
Hubiera preferido que usara su impronta para contribuir al acople de las élites con un país fracturado, antes que reponerlas tan rápidamente como protagonistas centrales del proceso en curso. Pero no, la semana pasada me pareció escuchar a un Lagos hablando defensivamente. Más desde la rabia y el encono que le produce una sucesión de eventos articulados desde la impugnación de los 30 años, que desde la estatura de estadista a la que nos (me) tenía acostumbrados.
Pero hay una segunda razón, que me resulta más importante, y que también alimentó mi decepción. El expresidente habló profusamente de la polarización que significaban las opciones en disputa y el acto mismo de tomar posición por una de ellas.
Por lo mismo, deslizó que la vivencia de las personas es mucho más compleja que un sí o un no, que un apruebo o un rechazo, y que las voces más polarizadoras y altisonantes se han adueñado abusivamente del debate. Si lo interpreto bien, el expresidente buscó poner el énfasis en los puntos intermedios, en esos grises que entrecruzan miradas positivas y no tanto para cada una de las opciones. Quiso instalar en la agenda una papeleta imaginaria, menos polarizadora, con más de dos opciones confrontadas: aprobar o rechazar a secas; pero también aprobar con la expectativa de mejorar o rechazar para reformar.
Y si bien esbozó esas subjetividades intermedias como las más luminosas, al no matricularse con una de ellas se farreó la oportunidad de darle entidad y verosimilitud a ese espacio de menor polarización y de mayor probabilidad de encuentro.
Lagos vio un camino, pero esta vez no quiso apuntar su dedo en esa dirección.
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