La maestría con que filma el gran Denis Villeneuve (y la prolijidad de su diseñador de producción Patrice Vermette y del equipo de Dirección Artística) hacen de Duna un fascinante espectáculo visual, una película grandiosa e imponente.
Porque se sigue y se contempla embobado (¡véanla en Imax!). Esto que parece obvio —¡es cine!— es importante de hacer notar para quienes sean más o menos neófitos en una historia, a estas alturas mítica, que tiene variados precedentes y que arranca en la novela de Frank Herbert de 1965.
Se trata de una epopeya que tiene mucho de mística y de política, una épica que se mueve en el campo de la ciencia ficción y de atmósfera apocalíptica. Una historia futurista de dominados y dominadores, de desastres ecológicos, una alegoría que traspasa épocas y que la hace muy real y cercana. Se emparienta con todo aquel género fantástico de El Señor de los Anillos y se roza con algo aun más pop como La Guerra de las Galaxias (originalmente basada en La Fortaleza Escondida , de Kurosawa, e inspirada en “El Viaje del Héroe”, el libro de Joseph Campbell).
La complejidad de Duna, no obstante, la ha hecho algo un poco más inabordable: el mismísimo David Lynch lo intentó en 1984, con resultados poco auspiciosos.
De manera que no deja de ser saludable ser testigos de este riesgo hollywoodense y de paso agradecer el gran acierto.
Villeneuve y su director de fotografía Greig Fraser (Rogue One, The Mandalorian) capturan imágenes con sensibilidad y sentido.
La belleza —paleta de colores, tonalidades, formas— es abrumadora pero jamás ornamental. Cada imagen, cada encuadre están cuidadosamente pensados y elegidos en función del relato.
La historia se puede resumir así: Arrakis, un planeta desértico en el que el agua es ciertamente el bien más escaso, tiene sin embargo una codiciada especia, que solo se encuentra allí. Es lo que lo hace de interés para el Emperador, las Grandes Casas y la Cofradía, los tres grandes poderes de la Galaxia.
El duque Leto Atreides (Oscar Isaac) es designado gobernador del lugar, habitado por los Fremen, un pueblo indómito y orgulloso.
Pero la familia es traicionada y su hijo y heredero, Paul (Timothée Chalamet) junto a su madre, Lady Jessica (Rebeca Ferguson), una mujer que es más de lo que aparenta, deben huir.
En algún momento se encontrarán con los temibles Fremen y entre ellos, Chani (Zendaya).
Sobra decir que el desierto y sus más peligrosos habitantes, los inmensos pero camuflados “gusanos”, son los más inquietantes protagonistas de esta aventura cargada de sorpresas, suspensos y traiciones.
En Duna el desierto cobra vida y hay que saber convivir con él.
Ese aspecto sinuoso o esfumado que cada tanto inunda la pantalla se turna con los impactante diseños de naves y los imponentes ejércitos que irrumpen en la acción.
A pesar de su duración, esta es solo la mitad del libro.
Y sí alcanza a aparecer, en una breve escena, el muad’dib, un muy pequeño ratón del desierto que sin embargo es capaz de sobrevivir en las más duras condiciones. Un “personaje” de mucha relevancia en la historia.
¡Grandiosa!
Duna (Dune)
Dato: Denis Villeneuve (Quebec, 1967) es el director de Blade Runner 2049 (2017), La Llegada (Arrival, 2016), Sicario (2015), en todas las cuales ha trabajado con Patrice Vermette como diseñador de producción. Pero su película más memorable es Incendies (2010), una dolorosa tragedia griega basada en la obra de teatro de Wajdi Mouawad.
“Los años más bellos de una vida son los que aún no hemos vivido”.
Víctor Hugo.
“¿Por qué no nos quedamos juntos?”. Anne (Anouk Aimée) parece repetir la pregunta que alguien le ha hecho detrás de cámara. Desvía la mirada distraída y se limita a hacer un gesto despreocupado, con su pelo al viento. Con esta imagen límpida y plácida arranca Los Años Más Bellos de una Vida , la tercera parte de la saga que Claude Lelouch inició en 1966 con Un Hombre y una Mujer.
Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant dieron vida a la mítica película que puso a Lelouch en el firmamento del cine, con una Palma de Oro en Cannes y dos Premios Oscar.
Nunca superó esa marca: la devoción por esa historia de amor fallido acompañada por la pegajosa melodía de Francis Lai ha cruzado generaciones. En 1986 filmó Un Hombre y una Mujer, 20 años después, que pasó sin pena ni gloria.
Ahora el trío regresa con una película luminosa y simple, cruzada por emociones contrastantes: la melancolía, por cierto, y el asombro indescriptible que produce contemplar el final de la vida.
Sin pesimismo. Sin optimismo.
Jean-Louis (Jean-Louis Trintignant, con 88 años cuando filmó) ha sido internado en una bella casa de reposo, de extensos jardines, por su hijo Antoine: aunque vivaz, a veces su mirada se pierde y no reconoce su presente. Sí recuerda a un gran amor que tuvo y escucha en su interior una canción en la que una voz suave susurra: “Los años más bellos de una vida son los que no vimos pasar”.
Antoine, entonces, decide buscar a Anne (Anouk Animée, 87 años en ese entonces).
Ella maneja una tienda en una encantadora ciudad de la Normandía rural, donde su hija ejerce como veterinaria. Con ella y su nieta suelen almorzar en los jardines de su amplia casona de campo. Anne accede a la petición de Antoine de ir a visitar a Jean-Louis.
El encuentro entre ambos es el centro de la historia, en la que se mezclan la memoria de lo que fue, de lo que no pudo ser y lo que ya no será; qué queda de esos sentimientos (¿sobrevive el amor al deterioro cognitivo de la vejez?); y qué queda por vivir.
Hay líneas de diálogos entrañables entre estas dos personas que estuvieron tan intensamente unidas pero que nunca lograron permanecer juntas. Solo que ahora se relacionan en distintas dimensiones: ella, con sus facultades intactas, lo escucha con cariño y comprensión, sin impacientarse porque le repita las mismas preguntas.
Él se siente bien con su compañía.
¿Sabe realmente quién es? No es tan claro. Lo que sí reconoce de manera fulminante es esa mirada y aquel gesto con que Anne toma su pelo, que el viento le ha echado encima de su rostro.
Gran parte de la película la constituyen los numerosos racontos —tomados de la película original— que intervienen permanentemente en este presente desdibujado para Jean-Louis. Y es emocionante ver París de madrugada desde el auto que conduce a toda velocidad un joven Jean-Louis. Y una cámara que funde los primeros planos de sus rostros sonrientes tras el parabrisas con las calles y plazas que atraviesan. Algo de ello repiten en el presente, solo que en caminos rurales y en la lenta citroneta que maneja ella.
Jean-Louis se deja llevar y en su mente se mezclan recuerdos, imágenes oníricas y un presente inasible.
Bella y sutilmente dolorosa.
Los años más bellos de una vida (Les plus belles années d’une vie)
Con cariño, delicadeza y realismo, la premiada cineasta chilena Claudia Huaiquimilla (Mala Junta) filma Mis Hermanos Sueñan Despiertos.
Entrañable y necesaria, la película pone el foco en dos hermanos recluidos en una cárcel juvenil. Lejos de aquello que se conoce como “drama carcelario”, la historia se construye desde la mirada y los sentimientos de sus protagonistas, Ángel y su hermano menor, Franco.
El lugar está enclavado en medio de bosques y cerros. Distribuidos en distintas “casas”, hay chicos y chicas, que de tanto en tanto reciben las visitas de sus familiares y sus abogados.
Basada en hechos reales y tras largas investigaciones, Huaiquimilla construye un relato que elude los estereotipos de buenos y malos para concentrarse en exponer la fragilidad de esos jóvenes aún en pleno desarrollo y necesitados de guía, apoyo y cariño; el profundo daño que les provoca el abandono del que son objeto y los sueños que, a pesar de todo, siguen teniendo.
Hay afectos que los apuntalan, como las amistades que forjan al interior de la cárcel; el de sus abuelos que nunca dejan de visitarlos, o el de la “tía-profesora” (Paly García), que les enseña y los alienta, con mucho sentido de la realidad. Ella es una mujer curtida por las duras experiencias que ha vivido en este complejo trabajo.
En un estilo austero y preciso, la cineasta apela a breves y acotados racontos: solo aquello que aporta a la construcción de la historia personal de sus protagonistas. No hay una sola escena demás: usa las elipsis con exquisita precisión, de la misma manera que elige ciertos encuadres con los que construye escenas breves pero elocuentes.
En el desarrollo del relato hay una cierta tensión permanente, a veces casi imperceptible, que va subiendo el voltaje a medida que se van desarrollando ciertos acontecimientos.
Ojo con la bellísima y entrañable canción oficial, compuesta e interpretada por la banda Plumas.
Muy Buena.
Mis hermanos sueñan despiertos
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