Este principio establece que el Estado sólo debe operar en aquellas instancias, soluciones o servicios donde la sociedad civil no es capaz o no están las condiciones para lograr los resultados buscados. Es decir, establece un jerarquía o protocolo en cuanto al orden de acción o intervención del Estado en los asuntos de la sociedad, reconociendo que son las personas el actor principal, y el Estado debe subsidiar sólo cuando ellas necesitan ayuda. Es decir, es un mecanismo para limitar la arbitrariedad de los gobernantes, y a su vez, para priorizar el uso de recursos. Por otro lado, refleja un ideario liberal, al reconocer a las personas y sociedad como los actores centrales en su devenir, y al Estado como una herramienta al servicio de ellos para alcanzar los objetivos que se proponen.
Sin embargo, crecientemente nos encontramos frente a la situación paradójicamente inversa: actores privados están viéndose en la obligación de cubrir y pagar por roles que el Estado debía cumplir, dado que la sociedad había acordado que eran de su competencia. Peor aún, esto está ocurriendo en roles esenciales, como seguridad y viviendas sociales.
Hoy, en medio de discusión de seguridad, quienes son críticos de la ley de usurpaciones ilegales, acusan que existe un riesgo de autotutela. Es decir, que las personas se defiendan por sus propios medios frente a la acción de delincuentes. La acusación es tan paradojal como escandalosa: dado que el Estado no está cumpliendo con su labor – de prevenir la usurpación de una vivienda o terreno, tanto como de desalojar a los delincuentes – deviene el riesgo que a las personas no tengan otra alternativa más que arriesgarse a la autodefensa. Quienes constatan un riesgo de autotutela están constatando la incapacidad del Estado.
La incómoda realidad, es que la acción en torno a la seguridad la vemos cada vez más en manos de los vecinos. Panderetas más altas, alambres púa, grupos de WhatsApp, guardias privados, alarmas y aplicaciones móviles son parte del repertorio con que la sociedad civil ha tenido que implementar forzosamente dada la incompetencia del Estado. La guinda de la torta es verse obligado a pagar por marcar los espejos de los autos con su patentes. Más de un creativo debe estar pensando en tatuar los muebles de la casa.
A su vez, el caso de las vivienda sociales es otro donde la incompetencia del Estado la pagan las personas. Dado que la sociedad civil no puede resolver por sí sola la provisión de viviendas para los grupos más vulnerables, mandata al Estado a hacerlo. Pues bien, dado que el Estado no es efectivo en su labor, los grupos vulnerables se toman terrenos privados y construyen viviendas sumamente precarias. Personas pierden sus terrenos y otras viven en condiciones paupérrimas, o mejor dicho, ambas pagan privadamente por la inefectividad del Estado. Aún así, el Estado no ofrece comprar esos terrenos y hacerse cargo de la situación, sino que más de un personero público ha dicho que es “un problema entre privados”. Insólito.
Una nueva Constitución, que consagre Estado “social” de derecho y subsidiario, no servirá de mucho si no le ponemos el cascabel al gato: modernizar el Estado y actualizar sus organizaciones para que ellas puedan ser efectivas en cumplir su labor.
Mientras tanto, antes de seguir cuestionando el principio de subsidiaridad, debiéramos comenzar por evitar la subsidiariedad inversa que el país sufre de facto, cuando la sociedad civil paga los costos de un Estado que no cumple su mandato.
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