El imaginario sobre el progresismo suele estar plagado de referencias a medios de transporte que avanzan velozmente –barcos, trenes, automóviles, aviones y naves espaciales–, dejando atrás tradiciones y costumbres.
Por otro lado, la contracara de esta promesa de avance es la espera. La idea de la espera es una parte tan integral al progresismo como la velocidad. Siempre pervive en el progresismo una sensación de incompletitud arrastrada en el tiempo. En cualquier país, pobre, rico o mediano, siempre hay un sinfín de injusticias y carencias sin atender. Siempre están los que se quedan “pateando piedras”, esperando que llegue el mentado progreso.
Por eso para algunos el progreso tiene menos de tren y más de sala de espera. La imagen del progreso como sala de espera tomó especial fuerza entre los intelectuales postcoloniales de finales de siglo XX y comienzos del XXI. El proyecto de Dipesh Chakrabarty y sus colegas de desmitificar Europa, de “provincializarla”, estaba empapado por la experiencia del tercer mundo, y en especial de India, que había vivido el siglo XX como una larga espera al añorado progreso y desarrollo, que siempre se percibía que estaba ocurriendo en otra parte.
Más aún, para muchos que no comparten el optimismo progresista por el avance del tiempo, el abandono de las tradiciones populares se percibe como una afrenta al sentido mismo de sus vidas. El sujeto popular que veía a sus valores y principios en el centro de las preocupaciones de la sociedad, de pronto se ve tratado como un resabio pronto a ser superado. Cuando el debate público se enmarca en esta clave ocurre, como plantea Daniel Innerarety, que las coordenadas políticas de izquierda y derecha son sustituidas por prisa y nostalgia.
El Brexit se ha vuelto simbólico para este fenómeno. Las últimas elecciones generales británicas mostraron el peor resultado para el partido Laborista desde 1936, explicado, en gran parte, por votantes del Brexit. Votantes blancos, más viejos, con menor educación superior y miembros de la antigua clase trabajadora que combinan demandas de redistribución del ingreso con valores tradicionalistas y patrióticos explican buena parte del desplome en votación de la izquierda británica.
Pero el progresismo no está condenado a perder a estos electores.
Hace poco una de las principales revistas de los socialistas democráticos de américa, Jacobin, sacó un número titulado “La Izquierda en el Purgatorio”. En el editorial de este número, Bhaskar Sunkara, se preguntaba si el sueño de la nueva izquierda, nacida en los años ochenta, y su crecimiento en la clase media profesional corría el riesgo de exacerbar el desalineamiento de la clase trabajadora con la izquierda.
Es más, una izquierda que se reducía solo a la clase media profesional podía verse condenada al purgatorio de tener suficiente fuerza para estar presente en el debate público, sin generar mayorías sociales suficientes para ganar elecciones. Una izquierda de derrotas heroicas y victorias simbólicas.
No hay una respuesta fácil para el progresismo. Lo único claro es que un progresismo que desprecie las tradiciones y valores de las clases trabajadoras nunca será un proyecto de mayorías. Una lección que a los progresista nos toca cada tanto recordar.
Nancy Yánez representa a la perfección ese mundo que demostró ser minoría en el plebiscito, pero que sigue siendo un referente intelectual, una sensibilidad que solía criticar instituciones tan coloniales y vetustas como el Tribunal Constitucional que ella preside.
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