Según expertos y académicos extranjeros entrevistados por Transparencia Internacional, entre 180 países, Chile se ubica en el puesto 29 en materia de percepción de combate a la corrupción. Acotados a Latinoamérica, pese a ir en caída desde 2012, en la medición de 2023 ganamos bronce en el podio de los menos corruptos, detrás de Uruguay y Barbados.
Así las cosas, desde la mirada foránea experta, la corrupción no sería un tema particularmente grave en el país. Sin embargo, visto desde los ojos y las subjetividades de quienes lo habitan, la corrupción campea en Chile.
Una encuesta reciente de Criteria muestra que para el 90% de las personas la corrupción es muy grave, y que para el 59% Chile es uno de los más afectados por la corrupción en el continente. En lo que sí parecen coincidir ciudadanía y expertos es en que la corrupción en el país ha aumentado en el último tiempo. Lo muestra el índice de Transparencia Internacional y lo cree el 83% de los encuestados por Criteria.
Visto así, la corrupción local tiene los ingredientes para transformarse en un factor más de conflictividad social pues es completamente verosímil que la corrupción está extendida.
¿O qué otra cosa puede pensar un ciudadano de a pie al constatar la gran cantidad de municipios que están siendo investigados por casos de mal uso de recursos públicos? ¿O cuando alcaldes y alcaldesas aparecen imputados o formalizados por casos de corrupción? ¿O al enterarse que diversas fundaciones han abusado de fondos públicos y que parlamentarios de amplio espectro pagan con nuestros impuestos la bencina que mueve a sus parejas?
Por todos lados se ve corrupción pública. Luis Hermosilla da clases a los Factop de cómo corromper a fiscales y empleados del SII y los casos gate en Carabineros, Fuerzas Armadas, PDI aparecen tan habituales como el pan.
A veces lo olvidamos. En 2011, la crisis de confianza se desató con los abusos empresariales expresados en colusiones, repactaciones unilaterales de créditos, lucro en la educación, etc y luego siguió con el financiamiento ilegal de la política. Hoy, con platas de todos los chilenos, la crisis se agudiza por la corrupción objetiva y subjetiva que se observa en el Estado.
Para el 89% de la población en el Congreso hay bastante o mucha corrupción. El 85% piensa lo mismo de las municipalidades, el 79% de la Fiscalía y la mayoría piensa lo mismo de Carabineros, FF.AA. y PDI.
Un escenario muy complejo del que la política y los políticos debieran preocuparse. Apostar a que la gente se quedará tranquila mirando el bronce que nos dieron los expertos internacionales podría ser tan irresponsable como haberse confiado en el coeficiente GINI cuando en el país se instalaba el relato de la desigualdad. Mientras el GINI internacional decía en 2019 que la desigualdad disminuía en el país, en ese mismo tiempo el 73% de la población creía que en Chile la desigualdad había aumentado durante los últimos 30 años.
Antes que los hechos, lo que mueve las conductas son los relatos y las narrativas dominantes que le dan sentido a la experiencia de las personas. Por eso, aunque Transparencia Internacional nos diga que Chile tiene bronce, si para la mayoría de la población resulta verosímil que la corrupción está enquistada en lo público, actuará en concomitancia con esa creencia.
Concretamente, y ya lo vemos, cada día más personas dejarán de denunciar ante la justicia, creerán más en la autotutela, intentarán pagar menos impuestos y justificarán ilegalidades. Total, “todos lo hacen”.
Sumará y seguirá y, en lo que más debiera importar a los políticos, los electores apostarán por candidatos independientes, por outsiders. Sí, les debiera importar porque, a pesar de la fatiga y la pérdida de energía social de estos últimos años, el terreno nunca ha estado tan sembrado para la cosecha de los populistas de ocasión arropados por la demanda social de “¡qué se vayan todos!”.
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