Es difícil de explicar este gobierno y sus logros a quien no lo conoce. Es más fácil explicar sus fracasos, aunque su mayor fracaso es también su mayor logro: Este gobierno no es lo que quería ser, pero tampoco es del todo otra cosa.
Este no es un gobierno de derecha, pero sería mentira decir que es uno de izquierda. Es un gobierno joven, en que mandan en todos los puestos claves personas de 50 para arriba. No es Milei en ningún sentido, pero tampoco es Lula. Ni Petro, ni por asomo Maduro, ni Bukele, pero tampoco Lacalle. Ningún cambio estructural, ninguna reforma total, ni un poco de ambición, pero todo eso adobado de convicciones.
No es la tumba del neoliberalismo, pero tampoco la incubadora de una nueva socialdemocracia. No es feminista pero tampoco deja de serlo del todo. No persigue a los periodistas y los medios de comunicación, pero a veces juega a que le gustaría hacerlo. No ha reactivado la economía, pero tampoco la ha aplastado. No ha hecho el país más seguro, ni ha calmado sus incendios reales o simbólicos, pero tampoco los ha reavivado o abandonado el intento de extinguirlos. Ha conseguido que se escriban dos proyectos de constitución, sin firmar ninguno.
Es un gobierno a la medida del presidente, no muy alto, pero tampoco, para la media chilena, demasiado bajo. Como el propio presidente al que no se le puede reprochar ser tonto, pero tampoco sorprende por su profundidad y chispa. Un presidente que no es abogado, pero tampoco es lo contrario. El presidente que es simpático, pero a veces amanece pesado. Que es responsable, pero le gusta de repente hacer sus irresponsabilidades para que no crean que pueden predecirlo o mandonearlo. Un presidente que es lo contrario de un fanático, pero sí lo suficientemente sobreactuado para poder fingir, a veces, serlo.
Dueño de gestos de nobleza, como los desplegó en el entierro de Sebastián Piñera, y de gestos torpes, como el que lo llevó a indultar a un grupo de tontos más o menos útiles, el presidente que tiene algo del Tom Cruise de Risky Business, simpático pero exagerado, rebelde pero buen chico. Todo eso y lo contrario siempre en un equilibrio precario que le ha permitido al presidente sobrevivir en una época turbia de la historia humana y desconcertante de la historia de Chile y navegar como sus ancestros el cabo de horno, pendiente de no contradecir las olas pero tampoco dejarse llevar totalmente por ellas.
¿Contradictorio? Ni siquiera. El presidente Boric vive como ensayando para un papel, preparándose para ser presidente en diez o quince años más. Jugando a ser, y estando también en el medio del juego. Llenos de convicciones, y desnudo de ninguna en el fondo, a no ser una buena voluntad y buen corazón evidente. Un artista sin arte al que lo salva un sentido de la historia del que carecen casi todos los políticos actuales.
Mas allá del personaje y su personalidad que hay en Boric es el testimonio más visible de una generación obsesionada por la identidad, quizás justamente porque carece de una. Carencia que no es fruto de su voluntad, o de la falta de ella, sino del mundo en que nacieron: Facebook, Instagram, y el temible Twitter, mercado de rostros y frases, subasta de perfiles en el desalmado Tinder. Un mundo en que todo es postura y postureo y en gran parte también impostura. Todo en una sociedad que ya no les ofrece a las nuevas generaciones la posibilidad de una casa, de unos hijos, de un país, siquiera, o de una revolución que no sea dietética.
Postura que se podría resumir a la perfección en la que sostuvo la expareja del presidente, Irina Karamanos: Ser primera dama para que después de ella ya no haya primeras damas. Tomar el poder para acabar con el poder desde dentro. Es decir, justamente escenificar la perfecta impotencia: la de no entender justamente que el poder no es solo el poder de humillar o vencer, sino el poder de hacer. El poder de conseguir, por ejemplo, que miles de chilenas que no tuvieron acceso a tratamientos dentales, puedan sonreír nuevamente.
En la nueva política la palabra “hacer” ha sido disuelta en la palabra “ser”. El poder no es ya una herramienta sino un lujo que se puede despreciar, una especie de enemigo teórico que se ama y se odia con la misma obsesión fatal. Esta visión del poder, y de sí mismo frente al poder, explica la manera sistemática con que han destruido las instituciones que consiguieron conquistar. Es al menos lo que paso con la Fech de Boric, el ministerio de Educación de Bachelet II, la alcaldía de Providencia de Josefa Errázuriz, y casi todos los ministerios donde la generación dorada ha podido ejercer su poder sin contrapeso. Paso de largo, por piedad, de las fundaciones.
Este impulso de autodestrucción, o más bien esa sensación de que eso que se destruye no es nunca del todo tuyo, logra en el presidente Boric equilibrarse con una cierta provinciana calma, que ha permitido que la partida quede siempre en tabla. Con un enorme esfuerzo y no poca voluntad, el gobierno ha logrado no ser nada mucho, pero comprar tiempo para quizás serlo algún día. Como si el tiempo no importara, sigue esperando a dos años de haber asumido un golpe de suerte, una idea genial, un minuto de confianza, que lo cambie todo. Espera, en resumen, no terminar demasiado mal, para quizás recién ahí empezar a empezar.
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