En las últimas dos semanas del mes de marzo hemos sido testigos consternados de la muerte en actos de servicio de dos carabineros: la sargento Rita Olivares en Quilpué y el carabinero Alex Salazar en la región del Biobío. En un caso se trata de la reacción de peligrosos delincuentes que estaban ejecutando un asalto y en el otro de la reacción violenta de personas entregadas al consumo de alcohol en la vía pública.
Lo común de ambos casos, y de muchos otros que afortunadamente no llegan a consecuencias tan trágicas, es el irrespeto, la irreverencia, el desdén hacia la autoridad que representan los funcionarios policiales.
El origen de este desprecio de muchos hacia las autoridades y en especial hacia Carabineros tiene ya un largo desarrollo en nuestro país, pero es indudable que tuvo en los sucesos de octubre de 2019 su momento climático. No se puede ser ingenuos al respecto. El estallido de octubre dio luz verde a un tipo de agresión hacia Carabineros que lo buscó identificar como el enemigo público número uno.
Basta detenerse un minuto en las consignas en las paredes en la Alameda o en entorno de Plaza Italia, que por respeto no vamos a reproducir en estas líneas. Sin embargo, no se trató solo de consignas: hubo atentados directos a carabineras y carabineros y funcionarios de la PDI en las calles, se destruyó la iglesia de la institución en el parque San Borja y se atacó en las noches decenas de comisarías en poblaciones y barrios de Santiago y otras ciudades.
No faltaron, además, fuerzas políticas que solapada o abiertamente hicieron su aporte a la destrucción de la imagen pública de la institución.
Es cierto que los escándalos financieros, actos de corrupción en su interior y acciones policiales muy mal llevadas a cabo alimentaron en su momento una pérdida reputacional de la institución, pero no se debe desconocer que ésta fue hábilmente utilizada por grupos interesados en el desprestigio de carabineros para aumentar su poder y el control territorial sobre vastos sectores de la ciudad.
Bandas organizadas, narcotraficantes y grupos anarquistas aliados en su común necesidad de destruir al Estado protagonizaron, y lo siguen haciendo, una labor de zaga que, lo estamos viendo, crece cada día en su peligrosidad y agresividad.
Afortunadamente, los vientos políticos -que en octubre 2019 arrasaron con las instituciones- han cambiado radicalmente, como quedó demostrado el 4 de septiembre de 2022. Carabineros ha recobrado el aprecio ciudadano y del gobierno, pero es evidente que necesita dotarse de mejores instrumentos para proseguir su labor en un escenario crecientemente peligroso.
Capacitación para enfrentar un entorno más duro, equipamiento para superar en fuerza al crimen organizado y respaldo legal para actuar en circunstancias de lucha frontal contra la delincuencia son necesidades ineludibles.
El gobierno y el Congreso nacional parecen esta vez decididos a fortalecer la lucha contra el crimen. Se ha pagado un alto precio para llegar a este punto y es de esperar que lo aprendido no quede en palabras vacías.
Las barras bravas constituyen un microcosmos de Chile bajo una atmósfera de creciente polarización, luchas intestinas y frivolidad política, además de sombrías amenazas de muerte, en distintos frentes. Así progresa el lumpenfascismo, cuya cifra es ahora la paz criminal, configurada desde su propia ley interna como ley universal en distintas zonas del país, a cambio […]
No necesitamos reemplazar un fundamentalismo de izquierda por otro de derecha. La sustitución de una mala experiencia de gobierno no tiene que derivar fatalmente en otra igualmente disruptiva y disociadora. Necesitamos orden, naturalmente, pero orden democrático. Y eso demanda sensatez y altura de miras en la Presidencia.
Chile pasó de tener una fuerte relación comercial con Estados Unidos, estable económicamente y alineado militarmente, a depender de la buena voluntad del Estado chino, flotando a la deriva en un mundo incierto, en el que cualquier cosa podría pasar.
Este es un extracto de “Conversaciones contra el olvido” de 2020 con Sergio Bitar, ministro de Minería del gobierno de la Unidad Popular durante el año 1973 y luego ministro de Educación durante el gobierno de Ricardo Lagos y ministro de Obras Públicas en el primer gobierno de Michelle Bachelet.
El novelista británico Jonathan Coe teje una encantadora ficción con insumos verídicos en torno a la última película que filmó el gran Billy Wilder. Se titulaba “Fedora” y se estrenó en 1978. No fue una experiencia grata para él, básicamente porque el mundo había cambiado y una nueva generación estaba reconfigurando la industria hollywoodense.