Lagos, como Pablo Neruda, Gabriela Mistral o Arturo Alessandri Palma, es de esos chilenos que no parecen chilenos. De huesos grandes, de cuerpos incómodos, sus maneras de mirar de frente y no hacia el suelo, suele hacerlos ver como extranjeros entre sus compatriotas. Y lo cierto es que Mistral, Neruda y Alessandri fueron siempre más felices fuera de Chile, Chile que sin embargo fue en todos los casos, su única obsesión.
En un país en que todos tienden a la discreción y la vergüenza, donde la ley de la gravedad aplasta los hombros como en ninguna parte, estos extraños chilenos se ven como argentinos. Sus cuerpos son sin embargo solo la proyección de sus egos, que era realmente lo que los hacía extraños en este país que de tantas maneras definieron.
A Lagos, en especial, se le reprocha la perfecta certeza de su importancia, el peso rotundo de su yo sin escapatoria. Fue justo la falla que Jaime Guzmán empleó cuando le toco debatir con él, a comienzo de los años noventa. Ganó esa elección gracias al binominal, la verdadera clave de su sistema político.
A los chilenos no les cae bien la seguridad y el aplomo de un Lagos. No cae bien, pero al mismo tiempo no se puede dejar a la hora de decirle que no a Bush, de ser no solo admirable, sino adictivo. En todo chileno habita un Pinochet que se asusta cuando lo apuntan directo a la cámara y una Raquel Correa que encuentra mal educado que la interrumpan así. Y sin embargo nadie duda que en ese minuto en la televisión se acabó la dictadura.
Lagos era presidente mucho antes de ser elegido como tal y lo ha seguido siendo hasta hoy. No en vano Boric y su generación nació luchando con el fantasma de Lagos cuando se supone que gobernaba Piñera y volvió a gobernar Bachelet. No en vano Gabriel Boric necesita sacarse una foto con él para asegurarse que el profesor mal humorado lo admite como alumno aventajado.
Lagos sigue en su cabeza y en la nuestra siendo “el presidente”, el ultimo que reinó seis años antes de la absurda reforma que promovió el mismo Lagos que instauró los cuatro años sin reelección que tan caro le han costado al país. Reforma que quería limitar el poder pero que en el subconsciente presidencial lograban eso, que nadie fuese nunca más lo que Lagos fue, lo más parecido a De Gaulle o a Churchill que tuvimos jamás. Dos lideres, que, como el propio Lagos, nada tienen de revolucionarios ni de socialistas, todo hay que decirlo.
Lagos tiene la cualidad de esos grandes y su defecto, la incapacidad de resignarse a quedarse al margen de la pelea. Sería por lo demás imposible que se apartara de un debate que pide justamente uno de sus talentos más visibles: la capacidad de ver los problemas de Chile de manera integrada e integral. La capacidad del viejo profesor de entender los problemas intelectuales como lo que son, problemas intelectuales y luego de abordarlo de ese modo, intentar aterrizarlo a la política. Manera de pensar que es contrario a la forma en que el resto de los laguistas, despreciando la raíz intelectual de los problemas, piensan que en el camino se arregla la carga.
Me acuerdo una vez en el Ministerio de Obras Públicas cómo al mostrarme el mapa de Chile y sus carreteras vi toda una geografía transformarse y la costa aparecer como otro Chile acallado por la dictadura del valle central. Por supuesto todo eso lo hizo retándome e interrogándome sin escuchar ni por asomo mi tartamuda voz aplastada por su seguridad total.
Tímido él mismo hasta la torpeza en la intimidad, le cuesta salir al mundo sin apostrofar, afirmar, asegurar, firmar en bronce todo lo que dice. Por eso la carta en que no afirma si va a votar Apruebo o Rechazo debió costarle un mundo. Los que no lo conocen ni comprenden piensan que lo animaba a escribir la venganza contra esos jóvenes que lo despreciaron por años y ahora que están en su lugar, lo admiran.
Otros piensan que hay ahí algún gesto de astucia política. Lagos tiene muchas cualidades, pero la astucia no es una de ellas. En política como en tantas cosas es demasiado grande para caber bien en ninguna parte. Casi le gana Lavín el 2000, Elizalde logró que el Partido Socialista lo reemplazara por Alejandro Guillier. La carta, y su indecisión, es cualquier cosa menos un cálculo. Y si es un cálculo, es un muy mal cálculo.
La carta expresa una tragedia real, una que comparto, la imposibilidad de votar con la derecha y darle con el Rechazo el triunfo al egoísmo rampante que defiende (además de perjudicar un gobierno que necesita de todo el apoyo posible).
La imposibilidad, al mismo tiempo, de aprobar sin más una nueva Constitución antiliberal, que promueve toda suerte de desigualdades nuevas (sin acabar con las antiguas) y en vez de repartir el poder lo desintegra de un modo especialmente peligroso en el Chile de hoy.
Ante estas dos opciones imposibles, y las visitas de uno y otro para que se inclinara por alguna opción, el expresidente volvió a su talante profesoral y le puso nota a la Convención. Le puso un 4.0 con sabor a 3.5, condenándolo a dar examen en marzo. No cabe duda de que habría sido más astuto, o más fácil al menos, acudiendo al silencio, pero el silencio, para bien y para mal, no está en el carácter del expresidente. Yo se lo agradezco.
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