Hay apellidos que marcan. Kaiser fue el título que ocupó el emperador de Alemania, una derivación del romano César. Esta semana dos jóvenes Kaiser nos comunicaron su deseo de ser Presidente de la república. En tiempos normales estos dos hermanos rubios, pero de buenos modales, portando ideas abiertamente minoritarias que los ponen a ellos y solo a ellos en la cima de cualquier pirámide, habrían sido parte del folclore político.
Pero el ejemplo de Javier Milei, gran amigo del Kaiser Axel, o de Trump cercano a las ideas del Kaiser Johannes, nos obliga a mirar con más seriedad las fronteras de YouTube, y los páramos de TikTok, ese lugar sin límites donde pensar, actuar y verse como nadie más los convierte en representantes de alguna extraviada mayoría.
Es un mundo que ha habitado desde siempre Johannes Kaiser, el mayor de los dos precandidatos. Alto, grande por todos lados, Johannes Kaiser cuenta que, cuando entraba a un colegio, insultaba a sus compañeros buscando la pelea. Era su forma de sobrepasar su timidez. La pelea le permitía así conocer a sus compañeros y hacerse amigo de ellos. Amistades que duraban mucho tiempo porque la familia Kaiser era adicta a las mudanzas. De Villarrica, los Kaiser Barents-Von Hohenhagen, se fueron a Santiago donde Johannes, por culpa de su mal comportamiento, pasó por varios colegios hasta terminar en la Escuela Militar donde se enamoró de la bandera, el porte del fusil, y los entrenamientos de campaña.
No siguió, sin embargo, la carrera para ser oficial. Algo en él le lleva a no permanecer, huir, a no sentirse cómodo en ninguna parte. Empezó la carrera de Derecho en la Universidad Finis Terrae. La dejó antes de titulares porque no se veía en un escritorio firmando papeles. Tampoco ayudó que algunos ramos se resistieran a que los aprendiera.
Se fue a Alemania a postular a Heidelberg, pero no llegó a llenar de todos los formularios. Se desvió hacia Innsburck, Austria, donde ejerció de guía de rafting, obrero de la construcción, comentarista de fútbol local, vendedor de autos, camarero y guardia de hotel.
En ese último puesto, que le daba mucho tiempo libre de noche, empezó a comunicar sus intuiciones nacionalistas libertarias por un canal de YouTube. No hacía otra cosa que traducir al español las ideas de la extrema derecha austríaca y suiza con sus Cristos góticos y sus banderas ensangrentadas. Al centro de la suya puso la silueta de la mujer que rompía sus cadenas, con la que el escultor Matías Vial quiso homenajear el golpe militar chileno.
Las opiniones de Johannes Kaiser en YouTube eran la versión solitaria, la versión desesperada, la versión en cierta medida original, de las opiniones de sus mediáticos hermanos Vanessa y Axel. Porque Johannes, a diferencia de sus hermanos, no podía sentirse del todo parte de la clase elegida que una economía totalmente libre y ausente de estado estaba llamada a premiar. Porque sabía lo que era un sueldo, y lo que era el invierno.
De ahí el nacionalismo de su discurso. Porque el nacionalismo es eso: la promesa imposible que los solitarios se hacen, a sí mismos, de no estar solos nunca más. Así también es su conservadurismo alarmado contra la sociedad en que las mujeres son demasiado libres y los inmigrantes -eso que sus padres han sido toda su vida- inmigran demasiado y desfiguran la identidad nacional.
Detrás de la mezcla más o menos indigesta de libros a medio leer, de sentencias terminales que no terminan en nada, de provocaciones evidentes, uno no podía dejar ver la incomodidad de un hombre de unos 45 años que pronuncia un español correcto de padre o de abuelo. Un español formal, sin chilenismos ni señales generacionales, en el que el diputado, porque los azares de la política lo hicieron diputado, se dedica a alabar la figura del preso rematado Miguel Krassnoff Martchenko, lamenta el voto femenino, piensa que habría que premiar a los hombres que violan a mujeres feas, y encuentra a José Antonio Kast demasiado de izquierda para su gusto.
Algunas de esas cosas, por cierto, las dice con una ironía por la que tiene que disculparse largamente. Porque es imposible saber cuándo habla en serio o cuándo habla en broma. O es imposible, más bien, ver en su forma de hablar un átomo de ligereza, de metáfora, de complicidad, de coquetería, de humor que haría perdonable sus humoradas.
Johannes Kaiser es pesado de sangre, no porque logre resultar tan antipático como quisiera, sino porque su ironía, sus chistes, sus gracias lastradas por el plomo, suelen hundirse al fondo del abismo. Es difícil no ver en él a un oso demasiado grande como para ser de peluche, pero demasiado civilizado como para ser un grizzly. Una gran sombra de sí mismo incómodo en sus huesos que bailan cumbia cuando están tocando tango, y tango cuando tocan reggaetón.
Una figura querible si no se esforzara tanto por ser detestable y defender todo lo indefendible, no por el placer de polemizar sino por esa intima convicción, negada por cualquier experiencia, de que él pertenece al clan de los puros, de los fuertes, de los aptos llamados a sobrevivir en los tráfagos de la evolución de las especies.
No quisiera interrumpir la convicción que habita a los Kaiser de estar hecho de otra materia que los demás seres humanos, recordándoles que esa fe ha hecho perder dos guerras al país de origen de sus abuelos. Lo cierto es que la noticia de esas dos derrotas no ha llegado a Chile y así la tragedia de la fuerza y la pureza tiene suficiente adhesión para no mirar en menos a Johannes Kaiser y sus horribles sombreros negros de baqueano.
Porque, como en un espejo no tan deforme, este niño que buscaba amigos a combos en distintos colegios de Chile, puede ser el representante de una desesperación cada vez más visible e inevitable que cunde entre nosotros. Su soledad puede ser la nuestra y su búsqueda, por ser lo más impopular posible, le puede conseguir singularmente votos que lo conviertan, como su apellido, lo indica en el Kaiser de algo más que de sí mismo.
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