El 18 de octubre del 2019 se desencadenó lo que luego quedaría signado como el estallido social. Quienes seguíamos encuestas y estudios sociales rápidamente supimos que, entre otras cosas, era una respuesta a la desconexión de las élites políticas y económicas con la experiencia cotidiana de grandes sectores de la población, a los que la vida se les había tornado cuesta arriba.
La Encuesta CEP del 2019, previa al estallido social, señalaba que sólo un 19% de los encuestados se sentían representados por un partido político, y que al 76% le resultaba lejano el gobierno de Sebastián Piñera. Los hechos mostraron que las personas no estaban equivocadas. En una entrevista realizada por un medio español, el otrora presidente señalaba lo que se convertiría en una frase insigne de la revuelta popular: “no lo vi venir”.
Desde ese momento, el “no lo vieron venir” se transformó en un slogan para apuntar críticamente a las élites. Una impugnación general, sin distinciones intra élites, que dio paso a un momento social constituyente, entendido como un periodo donde las percepciones mayoritarias llevan a la reinterpretación de la ley fundamental, obligando a que las demandas sociales se transformen en cambios institucionales.
Una petición por una nueva constitución que vino acompañada de grandes expectativas de renovación de rostros y relatos alejados de la política tradicional, más anclados a causas territoriales y movimientos sociales y que terminó en una elección de convencionales que espejó bien esa demanda.
Sin embargo, a poco andar, pasó que varios de los constituyentes electos confundieron la demanda general de renovación con el culto a sus personalidades. Creyeron haber sido elegidos por sus particularidades antes que por representar la contracara, la antítesis, de la política tradicional a la que la ciudadanía buscó excluir del proceso.
Una ceguera que también hizo que muchos de ellos obviaran que la Convención Constitucional, con independencia de su génesis, cargada por pulsiones refundacionales, tenía la responsabilidad de sostener la legitimidad de origen pues no estaba inmunizada contra la crisis de desconfianza institucional. Suspendidos en la nostalgia del 18 de octubre, varios tampoco vieron que una pandemia y sus efectos socioeconómicos habían movido la escala de prioridades a temas más terrenales como la inseguridad y la inflación, afectando la fuerza y virtuosidad que el ímpetu del momento constituyente tuvo en un inicio.
Cegueras que terminaron transformando a varios Convencionales en una versión rabiosa de lo mismo que habían impugnado; performáticos de la adversarialidad sin contenidos, ostentadores agresivos de su poder, negadores del otro como legítimo otro, en un espiral de degradación que fue distanciando a la Convención de la ciudadanía al punto que –ya disuelta–, la aprobación a su labor terminó siendo escuálida al lado de la desaprobación.
Definitivamente, al igual que el ex Presidente Piñera, muchos convencionales tampoco la vieron venir.
No vieron, o quizá, no quisieron ver, cientos de señales que los mostraban desconectados de las subjetividades mayoritarias, mofándose hasta el final de los 30 años de la transición y coronando su animadversión contra éstos al no invitar a los expresidentes a la ceremonia de cierre.
Hoy, las mismas encuestas a las que tan sordos fueron, las más y las menos serias, muestran que el rechazo al texto propuesto se empina por sobre el apruebo, antes que por el texto mismo, por un mayoritario desacuerdo ciudadano con el curso del proceso y las actuaciones de muchos de sus convencionales.
Entrados ahora en campaña, bien le harían estos exconstituyentes a su opción por el apruebo el hacerse a un lado, dejar que prevalezca el texto antes que sus personalidades y excentricidades, cuando no chambonadas. Porque, a excepción de sus propias y aprobadoras barras bravas, quienes ahora dudan sobre qué votar, ya no los quieren escuchar. Al menos por un tiempo.
¿Habrán oído, ahora sí, esos sonidos venir?
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