Entramos en la recta final del proceso constitucional y las distintas fuerzas políticas están desplegando toda su artillería y poder de fuego para convencer. La opción del apruebo parte con desventaja porque, contra todo pronóstico, los principales actores del mundo político y académico concuerdan el que el texto propuesto por la convención es malo.
De hecho, se ha producido una situación que resulta bastante paradójica y -por qué no decirlo-, un poco ridícula. Consiste en pedirle a la población que apruebe una mala constitución para poder cambiarla; lo que equivale, en el mundo de los negocios, a tratar de vender un producto diciéndole al cliente que no le va a funcionar pero que la empresa se compromete a repararlo.
De allí que el presidente Boric quedó totalmente “off-side” cuando salió en una cadena nacional el día en que firmó el decreto llamando al plebiscito a destacar las virtudes del borrador. Sobre todo porque en la mañana del mismo día había tomado distancia del proceso pidiéndonos que no lo consideremos un referéndum sobre su gestión.
Esta será una campaña donde lo que prevalecerá será el fariseísmo, el travestismo político y la manipulación.
¿Qué habría pasado con Boric en la segunda vuelta con un programa que hablara de crear un país plurinacional, eliminar al poder judicial, establecer el pluralismo jurídico, eliminar el Estado de Emergencia Constitucional, cambiar el paradigma de la casa propia por viviendas estatales arrendadas, terminar con los derechos de agua para los agricultores, fin del Senado y de las Isapre, exigir consentimiento de pueblos originarios para cambiar la constitución (en ciertas materias) y para el ingreso de militares a sus territorios autónomos, cupos reservados, predominio del Estado en la economía?
Lo más probable es que José Antonio Kast estaría sentado en La Moneda.
Como a estas alturas la mayoría de la población está convencida de que el borrador es malo, el tema sustancial, pertinente y controvertido pasó a ser uno de credibilidad: si los del rechazo o los del apruebo son más confiables para hacer un nuevo texto constitucional.
La respuesta no es sencilla, porque hay que distinguir. Una cosa es la “voluntad” de hacer cambios y otra muy diferente su magnitud. Ponerse de acuerdo en lo primero es fácil y en lo segundo casi imposible. La propuesta de la convención envuelve un proyecto político-ideológico que interpreta sobre todo a la mayoría de extrema izquierda que dominó la convención y que fue capaz de concitar los dos tercios.
Para Apruebo Dignidad el texto es el “Opus Magnum” de un proceso que comenzó con el estallido social y encarna un nuevo modelo de sociedad que para ellos es, a estas alturas, totalmente irrenunciable.
Máxime si como resultado del plebiscito es aprobado por la mayoría del pueblo. Sería simplemente inmoral e intolerable para ellos que la voluntad popular sea ignorada y que se le meta mano en el Congreso a la flamante constitución. El Partido Comunista y sus aliados jamás darán sus votos para semejante “tropelía”. Cualquier tesis en contrario es fantasiosa.
Además, la nueva constitución tiene más cerrojos que la de 1980 y, sin la concurrencia de los votos de la extrema izquierda, no es posible alcanzar los dos tercios que se requieren para evitar un plebiscito. Y por añadidura, hay capítulos fundamentales en lo relacionado con los derechos de los pueblos originarios que necesitan ser cambiados y ello no es posible sin su consentimiento, que no otorgarán en ninguna circunstancia.
En consecuencia, la opción de aprobar para modificar no pasa de ser una falacia (wishful thinking) que carece de toda viabilidad. Los proponentes de semejante alternativa sacaron “un conejo del sombrero” cuando se dieron cuenta que el texto era tremendamente impopular.
Ahora, si bien es cierto que la oferta del rechazo de hacer una nueva constitución, desde un punto de vista técnico-legislativo y político es más plausible y probable (sobre todo si se rebajan los quorum a cuatro séptimos), no será un camino fácil.
Por un asunto de honestidad intelectual hay que asumir que, si gana el rechazo, seguirá vigente la constitución actual, por lo menos por un tiempo difícil de proyectar; que algunas de sus disposiciones que objetivamente son buenas sobrevivirán y que lo más probable es que lo que tendremos será una mucho mejor constitución; pero que no se aplicará el principio de “hoja en blanco”.
En este contexto, irrumpe Ricardo Lagos con una descarnada crítica a la conducta miope de los constituyentes y al texto aprobado por la convención, desmarcándose del discurso maniqueo de la izquierda oficialista y negándose a respaldar la opción del apruebo.
Con su llamado tanto a la izquierda como a la derecha a que expliciten ahora cuáles son las reformas concretas que están dispuestos a hacerle al texto aprobado por la convención, Lagos decide patear el tablero, descolocando sobre todo a la izquierda oficialista, a la que cuestiona duramente por no haber sido capaz de producir una mejor constitución cuando tuvo la posibilidad de hacerlo.
Su arremetida ha sido muy mal recibida en el mundo del socialismo democrático, que ve su actuar como una verdadera puñalada, una “traición” justo en el momento en que más necesitaban de su apoyo o al menos de su silencio.
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