Ocurrió hace algunos años en Italia, en la Pasquetta (los días que siguen a la Pascua) durante una estadía en la región de Puglia, el tacón de la “bota” italiana.
Tomé un pequeño tren para hacer la ruta entre la ciudad de Nardò y Lecce, la capital provincial. Dado que este viaje toma 20 minutos en auto o bus, ya no mucha gente toma el tren, que se demora más de una hora, haciendo muchas paradas en pueblos a lo largo del camino. Era viernes por la tarde, y aunque la primavera sólo despuntaba, la temperatura ya superaba los 30 grados.
El tren atraviesa un paisaje de espectacular belleza, que parece pintado por Van Gogh: bajo un cielo intensamente azul, una tierra de color ocre, modelada en forma de suaves colinas cubiertas de olivos por doquier, algunos tan viejos y tan cercanos a las líneas férreas que el tren casi los roza. Entre los pasajeros, la mayoría son trabajadores africanos que realizan sus labores en esos mismos olivares, bajo un sol inmisericorde.
El tren es muy viejo y avanza a velocidad de tortuga, con paradas suficientemente largas como para que el conductor fume sus cigarrillos. Como realmente no esperaba que este viaje en tren fuera tan demoroso, tratándose de una distancia corta, le pregunto sobre las paradas que tenemos hasta nuestro destino final. Son muchísimas, y comprendo entonces por qué el ticket era tan barato: no es un tren normal en absoluto. Se siente como retroceder en el tiempo, en un lugar que ya no es Italia. El viejo vagón, la falta de prisa, la luz abrasadora, los colores. Era como estar en una escena tipo “África Mía”, pero sin Robert Redford ni Meryl Streep.
En una de las paradas, los únicos pasajeros blancos -una pareja- descienden del tren, y suben más trabajadores africanos. Todos se ven como si acabaran de ducharse después de un día agotador y se hubieran puesto ropa limpia para ir a casa. Las mujeres, altas y orgullosas, visten bonitos vestido coloridos. Los hombres están bien afeitados, en camisa.
Todos parecen muy cansados pero sus expresiones faciales son de mucha dignidad. Tienen bolsas en sus manos. Muchos leen un libro, que parece ser la Biblia. Otros escuchan música. Algunos están haciendo bromas. Algunos, como yo, están pensativos y solo miran al horizonte, todo olivos en todas direcciones, hasta donde alcanza la vista.
En cierta parada, las personas sentadas a mi lado salen del tren y el compartimiento para cuatro pasajeros queda sólo para mí. Decido que no voy a romper este momento tomando fotografías. En cambio, quiero disfrutar de la vista de los olivos, la belleza y la infinidad de los ondulados campos, en una pintura viva.
Y entonces, de repente, empiezo a lagrimear. No sé exactamente por qué. Tal vez fue el hecho de no tener distracciones, de estar en tierra extraña, o quizás que simplemente me conmovió la poesía inesperada de lo que pensé que sería un viaje en tren como cualquier otro. Pienso para mis adentros que está bien, que tal vez sea bueno liberar la emoción. Así que dejo que libremente fluyan las lágrimas.
Y luego uno de los hombres africanos viene y se sienta en mi compartimiento, en el lado opuesto. Parece preocupado, pero se sienta en silencio y solamente mira mientras yo sigo llorando. Intuyo que sólo quiere estar allí en caso de que necesite ayuda.
Saco pañuelos para secar mis lágrimas, y bebo un poco de agua que tenía conmigo. Lentamente, recupero la compostura. El hombre parece tranquilo.
Luego, toca suavemente mi mano, gesticulando para que le preste atención. Y en un italiano muy quebrado, mezclado con algo de inglés, con mucho esfuerzo, me dice lo siguiente: “Signorina, no tiene que llorar. La vita è bella. Mire por favor, mire a su alrededor. El cielo, el sol, los árboles… Dios está sobre todos nosotros. Signorina, estamos vivos. Somos tan afortunados. Es mejor no llorar. Mejor sonreír”.
Me dice que tiene que bajarse del tren ahora, pero antes de hacerlo me repite el mensaje una vez más. Le doy las gracias, estrechándole la mano (estaba demasiado emocionada para decir más). Él se va.
Unos minutos más tarde, llegamos a Lecce, última parada. Cada vez que se me meten nubes en la cabeza, vuelve el recuerdo de este momento.
La vida es bella, sí. Bella y bondadosa, aún en medio de la decrepitud. Feliz Pascua.
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