El crimen organizado florece bajo la sombra del narcotráfico, mientras que la educación pública continúa en declive y la economía no muestra signos de recuperación. Como si fuera poco, hasta ahora, la era Boric no logra timbrar reforma alguna.
Aún así, el gobierno y, en particular, el presidente, se mantienen firmes con un respaldo de al menos un 30% de la población. Los líos de Revolución Democrática tienen a dos inculpados en prisión preventiva y, por Tribunales, desfilan como imputados el jefe de jefes de asesores del mandatario y la directora de presupuesto del gobierno. Así todo, el gobierno no avanza, pero tampoco retrocede.
Ya hubieran querido ese número de incondicionales Bachelet en su segundo gobierno y Piñera en sus dos administraciones. Desde 2010 en adelante, con altos niveles de desafección ciudadana respecto de la política, ningún presidente ha gobernado con más aprobación que desaprobación en promedio.
Gabriel Boric no tenía por qué ser la excepción, más aún cuando la desconfianza institucional, más que disminuir, ha aumentado. Visto así, la novedad no es la mayoritaria desaprobación que tiene el actual gobierno. Lo realmente novedosos es que, pese a todo, mantiene una nada despreciable aprobación para los tiempos que corren.
De cajón cae la pregunta sobre las razones de esta novedad. Hay quienes dirán que estamos frente a un buen gobierno, uno que ha modulado ágilmente sus motivaciones originales para enfocarse en las urgencias de un país estremecido por la intensificación de sus problemas y desafiado ante la suma de malestares sociales.
Otros plantean críticamente que el presidente prioriza guiños a su base electoral (el 30%) en desmedro del resto de la población y están quienes ven que el contexto de polarización favorece la lealtad ciega de los seguidores más fervientes.
Creo que de todo eso hay y más para explicar la aprobación gubernamental. Sin embargo, es evidente también que el gobierno se percibe de manera más favorable cuando se lo compara con la oposición. O, dicho de otro modo, se percibe como un gobierno menos malo ante lo que ciudadanía encuentra en la vereda de en frente.
Una oposición que se opone pero que no propone. Que más allá de la buena evaluación puntual de algunas de sus figuras, no aprueba frente la ciudadanía. Una oposición que espera los errores del gobierno para denunciar pero que no anuncia nada interesante.
Es que, hasta ahora, la contracara del gobierno ha sido una oposición nutrida de la frustración ciudadana ante la falta de resultados de La Moneda pero que no ha logrado despertar ni curiosidad ni interés electoral per se. Una que no entusiasma.
Una oposición que intentó adueñarse del rechazo del 2022 pero que cuando le tocó llevar el pandero hizo aguas en 2023. Una oposición que fracasó estrepitosamente en el último plebiscito y que, aunque intenta desentenderse del resultado, quedó cuestionada para estar al mando del país.
Una oposición que grita, pero no ofrece, que rasca donde no pica y que parece engullida por falta de ideas serias y realistas en materia de seguridad, crimen organizado y crecimiento económico. Una oposición que cree que, por defecto, porque “le toca”, ganará la próxima presidencial y que incluso llegará con dos de los suyos a segunda vuelta.
Una oposición entre ingenua y acomodada que, si no es gobernando, o al menos desde el Senado, prefiere hablar desde la comodidad del mundo privado o académico que espolear a sus mejores cuadros a ir por alcaldías, gobernaciones o diputaciones.
Una oposición que con un Kast desgastado y ahora sin el expresidente Piñera está huérfana de contenidos de centro y de derecha. Una oposición que, por acomodada, por indolente, arriesga terminar engullida por populismos surgidos desde sus propias entrañas.
En fin, con esta oposición el gobierno puede mantener tranquilamente su 30% y crecer. Con esta oposición, el oficialismo incluso podría soñar con mantenerse en el poder en 2025.
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