No ha sido evidente desentrañar la lógica del movimiento palestino Hamas cuando decidió internarse por tierra, mar y aire en territorio israelí el sábado 7 de octubre.
Muchos pensaron que se trataba de asestar un golpe a la seguridad israelí para mostrar que, lejos del mito, era una fortaleza expugnable y que una acción audaz podría alentar a los palestinos en su lucha de décadas contra “el enemigo sionista”.
Sin embargo, la extrema crueldad de la incursión, el asesinato de niños frente a sus padres, el secuestro de decenas de personas, la masacre de jóvenes en un recital de música, entre otras atrocidades hizo pensar que justamente lo que Hamas buscaba -coherente con su costumbre de usar a los civiles como carnada- era provocar una reacción desmedida de las FDI para volcar a la opinión árabe en contra del establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel y alentar la causa palestina.
De hecho, abrió una nueva guerra en el Oriente Medio que ciertamente será de larga duración. La decisión de Israel de destruir Hamas librando una guerra urbana al interior de Gaza implicará enormes sacrificios de ambos lados. El sitio de Mosul -ocupada entonces por ISIS- demoró 9 meses en ser exitoso causando grandes costos en víctimas civiles y una completa destrucción de la ciudad. Gaza podría ser parecido e incluso peor puesto que Hamas ha tenido el tiempo suficiente para construir una compleja infraestructura y prepararse para una guerrilla urbana de difícil pronóstico.
La gran diferencia entre Hamas e Isis es que el segundo no contaba ni le interesaba contar con apoyos internacionales en la opinión pública internacional, ni su causa, la creación de un estado islámico fundamentalista, inspiraba la solidaridad de occidente o del mundo árabe. Mosul implicó muchas víctimas civiles pero al mundo no le importó porque destruir a Isis parecía muy necesario.
Hamas es diferente. Es un movimiento con experiencia de gobierno en la franja de Gaza, con relaciones políticas amplias y con poderosos vínculos con diversos países y una red de organizaciones yihadistas. Hasta ahora había ejercido el terrorismo pero con una intensidad que lo dejaba lejos de Isis.
El editor de opinión del Washington Post, Damir Marusic, así como Ross Douthat, columnista del New York Times, exponen entonces una tercera interpretación que obliga a considerar el atentado de Hamas como un evento de características muchos más siniestras y perdurables que un puro incidente aislado.
Hamas buscó traspasar una línea roja con su incursión en Israel: Su acción contra Israel y los judíos no tendría límites morales y forzaría al mundo árabe y la izquierda occidental a romper sus propias restricciones éticas, así como a Israel a lanzar una ofensiva inédita. Instalaría la mentalidad radical de Isis en el movimiento palestino.
La jugada parece estar saliendo bien porque la solidaridad con Hamas, pública o disfrazada, no ha menguado: si cruzas la línea, conviertes a Hamas en Isis por su crueldad y radicalidad y sigues contando con la comprensión y solidaridad del mundo árabe -y de la izquierda de Occidente-, has obtenido la legitimidad necesaria para el pogromo o un terrorismo despiadado, que antes no tenías.
La situación en el aeropuerto ruso de Makhachkala en que una turba invadió la pista buscando judíos habla por sí sola de las nuevas dinámicas del antisemitismo.
Como dicen los editorialistas citados, si usted ha abrazado un inmoralismo radical y ha obligado (o invitado) a sus partidarios a reescribir su propia moralidad, a disculpar o abrazar acciones que antes rechazabas, los límites están transgredidos.
Esta ruptura de los límites morales, efectivamente “asfixia cualquier programa político que sea menos extremo que la agenda revolucionaria”. Y cierra las salidas para tus aliados en el futuro: habiéndote seguido hasta aquí en la oscuridad, cada paso se vuelve más natural, cada paso hacia atrás es más difícil de dar”.
Veremos en el futuro próximo como los aliados de Hamas se disponen a excusar cualquier acción “anti colonial”. Israel, por su parte, tampoco puede escapar a este dilema y las posibilidades de una gestión política razonable de la crisis parece escaparse de las manos.
Así las cosas, el 7 de octubre podría entrar en la historia humana como una nueva moralidad política, una nueva cultura de la muerte impuesta en Medio oriente y avalada por el fundamentalismo islámico y por el “nuevo progresismo”.
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