Cada vez está siendo más común escuchar de criterios ambientales, sociales y de gobernanza, los ESG, y lo importante que está siendo para la gestión empresarial. De hecho, abundan los rankings y estudios respecto a cuáles son las empresas y compañías más responsables en Chile y el mundo. Sin embargo, en la gestión ESG, la “S” de social es una dimensión donde estos progresos son menos reconocibles y hay menos claridad de cómo abordar y medir.
Lo poco alentador es que, hasta ahora, muchas empresas han decidido dejarlos al margen o avanzar sólo de manera parcial con políticas y declaraciones que les permiten cumplir con lo mínimo y reportarlo en sus memorias, pero que realmente no habilitan espacios de cambio ni compromisos en la forma de hacer las cosas.
¿Por qué la “S” ha sido la más ignorada en esta historia? Primero, porque la dimensión social dice relación, en buena parte, con Derechos Humanos, y este es un concepto que ha costado integrar y que genera -sin duda alguna- mucha resistencia en un cierto grupo de empresas. ¿Por qué la empresa debe tener un rol en los temas de derechos humanos? ¿No es ese el rol de los Estados? Es una pregunta que muchos ejecutivos y directores válidamente se hacen, y ante la que hasta hoy no saben bien cómo responder.
En segundo lugar, porque cualquier intento realmente serio para abordar las dimensiones sociales del ESG requiere llevar adelante un proceso de debida diligencia, donde la empresa tendrá que abrir espacios formales de escucha con sus diferentes públicos de interés, que permitan identificar detalladamente todos los impactos de la operación de una compañía, para luego definir acciones que permitan gestionarlos. Esos procesos son incómodos y hasta dolorosos, pero suelen convertirse no solo en una fuente de aprendizaje, sino también en un motor que moviliza a las organizaciones a avanzar y a tomar compromisos públicos que luego deben ser materializados.
Y tercero porque los abordajes de los temas sociales aún carecen de suficiente valor estratégico para algunas compañías, y no son vistos como iniciativas que tienen impacto directo en el negocio. Esto porque aún son más difíciles de cuantificar y sus resultados suelen verse a más largo plazo.
¿Cómo generar entonces al interior de las compañías una mayor conciencia, convicción y compromiso con las dimensiones sociales de sus estrategias de sostenibilidad? Un impulsor o motor de los cambios provendrá probablemente del marco normativo.
Hoy por primera vez las empresas enfrentan regulaciones que establecen un piso que ya no es opcional: la transparencia. Al Pacto Mundial de la ONU en 2010 que conectó los derechos humanos con la empresa se suman en el caso de Chile, la nueva norma 461 que introdujo la Comisión para el Mercado Financiero (CMF) para que las entidades fiscalizadas y supervisadas por la CMF, reporten las políticas, prácticas y metas adoptadas en materia medioambiental, social y de gobernanza (ESG).
Ello demanda ciertamente el convencimiento del gobierno corporativo. Sin un directorio y una administración alineada, que destine presupuesto y asuma compromisos claros, no será viable movernos desde programas sociales que actúan como meros testimonios hacia iniciativas realmente estratégicas. Esa convicción debe ser aún mayor cuando la mirada ESG vuelve a ser cuestionada con mucho ímpetu, en Estados Unidos y también en Chile, por aquellos que persisten en ver los retornos a los accionistas como la única función y fuente de legitimidad de las empresas.
Estamos ante la oportunidad de actuar de manera sistémica y alinearnos con las crecientes expectativas que los ciudadanos tienen del sector privado, del cual comienzan a demandar -en un escenario de crisis climática y fragilidad social- que se transforme en un genuino agente de cambio. Para que ello ocurra, la “S” de ESG no puede seguir siendo la variable olvidada de las empresas.
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