Chile es un país que se caracteriza, no solo en la región, sino que también es destacado entre países más desarrollados y en el marco de la OCDE, por contar con regulaciones en materia de integridad y transparencia.
Somos del grupo de puñados de países -casi todos de altos ingresos y desarrollados- que tienen normativas de lobby; contamos con una bien evaluada Ley de Transparencia hace 15 años; declaraciones de intereses y patrimonio digitales, públicas y exhaustivas; normativas recientes de financiamiento a la política, que buscan transparentar financistas y restringirlo a personas naturales; un sistema de compras públicas recientemente modernizado; un sistema de selección de altos directivos públicos; una nueva y exigente ley de delitos económicos, entre muchas otras.
Cada vez que escándalos de corrupción golpean, impactando a la opinión pública y a la ciudadanía que, afortunadamente aún no normaliza este fenómeno, se han creado Comisiones Asesoras Presidenciales que, en muchas ocasiones han sido el antecedente y gatillante de reformas relevantes.
Pero, así y todo, Chile lleva sostenida y lentamente descendiendo en los últimos 10 años en diversos indicadores que miden la percepción o la institucionalidad anticorrupción. Y, al mismo tiempo, la percepción interna de que la corrupción está extendida -incluso más que en países vecinos, siendo que nuestra región es bien complicada en este asunto-, sube como la espuma.
¿Qué puede explicar lo anterior? Sin duda que probablemente sea una suma de factores. Las expectativas ciudadanas de integridad han aumentado y, situaciones que hace décadas llamábamos pituto o normalizábamos, hoy incluso están penadas como delitos. La información, gracias a las redes sociales y la digitalización de medios, fluye con mayor rapidez y más extensivamente. Pero hay otro muy relevante que tiene que ver con la implementación.
Somos un país de una cultura bastante legalista. Como señalan algunas personas, los extranjeros les llama la atención que las leyes se vendan (o vendieran) en quioscos. Los temas más relevantes de nuestra cotidianidad deben ser regulados por ley y cada día aumentan más las leyes (o proyectos) con nombres para hacerse cargo de situaciones particulares que nos impactan. El problema es que ese legalismo a ratos nos lleva a creer que, por el hecho de promulgar una ley de la república, el problema que busca enfrentar desaparecerá rápidamente. Sin embargo, ese es solo el inicio de una larga tarea de implementación, evaluación y ajuste permanente.
Un reciente estudio de la OCDE que indaga sobre los sistemas de integridad de los países que la integran demuestra que, si bien en este selecto grupo, una parte importante -61%- de los países cuentan con estrategias de integridad y anticorrupción, sólo el 44% los ha implementado adecuadamente. De hecho, es común que no se cuente con indicadores ni se monitoree el seguimiento y cumplimiento. Dentro de las áreas más rezagadas se encuentran la gestión de riesgos de corrupción y la auditoría, es decir, aquellas que buscan que el marco regulatorio adoptado se aplique en la práctica.
Otro problema común en Chile es que las iniciativas legales que dicen relación con estas materias suelen aprobarse sin un presupuesto de ejecución asociado -o uno ínfimo-, es decir, para la Dirección de Presupuesto de turno, cuesta 0 peso su implementación, a pesar de que trae nueva carga laboral, nuevas exigencias y obligaciones. Algo similar está ocurriendo en la discusión de la urgente -y ya tardía- regulación para mayor integridad en municipios.
El proyecto establece una serie de obligaciones nuevas para los municipios, como contar con planes de prevención de corrupción, entre muchas otras. Sin embargo, se considera que “no irroga mayor gasto fiscal”. Es decir, adoptar estos planes, darles seguimiento, implementarlos, ajustarlos -de ser necesarios-, etc., le costará lo mismo a Municipios como el de Vitacura que al de Cabo de Hornos.
En conclusión, tenemos una buena base regulatoria, pero muchas veces nos quedamos con la satisfacción de su aprobación y nos olvidamos de lo más relevante: su implementación adecuada, su monitoreo, su evaluación y sus necesarios ajustes a la luz de lo anterior. Si realmente queremos volver a creernos “los jaguares de Latinoamérica” y hacernos cargo de esta altísima percepción interna de corrupción, es hora que pongamos foco no solo en aprobar leyes sino en cómo las implementamos.
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