El riesgo que la incompetencia deteriore la democracia. Por Tomás Sánchez

Investigador asociado en Horizontal

Un Estado más ágil y eficaz es sin duda la aspiración de todo administrador público y la expectativa de los votantes. Sin embargo, cuando ello no es así, la insatisfacción de los ciudadanos crece y la respuesta fácil desde el político demagogo es un llamado a culpar a la institucionalidad.


Ocho semanas después del terremoto del 2010, el Gobierno de Sebastián Piñera celebraba la construcción de 23 mil viviendas de emergencia, llegando a 40 mil a mediados de junio de ese año. Esta capacidad de ejecución contrasta con las 232 viviendas de emergencia entregadas por el actual gobierno, cinco semanas después de los incendios que afectaron más de 12 mil familias en Viña del Mar.

El mismo Presidente ha reconocido la lentitud del proceso, en medio de recriminaciones cruzadas entre alcaldía, gobernación y Gobierno central. La incapacidad en gestión no solo es injusta con las familias que lo perdieron todo, sino que además, siembra el anhelo en la ciudadanía que gobiernos hagan lo que sea -incluso saltarse las normas- con tal de que las cosas se hagan.

El problema es que podría costarnos nuestra democracia. Un Estado más ágil y eficaz es sin duda la aspiración de todo administrador público y la expectativa de los votantes. Sin embargo, cuando ello no es así, la insatisfacción de los ciudadanos crece y la respuesta fácil desde el político demagogo es un llamado a culpar a la institucionalidad. Denostar el debido proceso al gestionar recursos junto con un llamado a entregar más poder a la figura en cuestión, quien promete resultados, gracias a saltarse las reglas.

Así, los empleados públicos son ilustrados como inútiles burócratas que deben ser desterrados, como contrapunto a un líder que con con menos controles resolvería todo.

Paradójicamente, la ineptitud a la hora de gestionar termina por dañar mortalmente la reputación de la democracia liberal. Una que establece procesos para evitar el despilfarro y la arbitrariedad -pero que no es remedio frente a la falta de capacidad de gestión sus gobernantes.

Así, muchos que históricamente han escupido al cielo riéndose de ingenieros comerciales y administradores, se dan cuenta hoy que gestionar una organización es infinitamente más difícil que tuitear.

No es casualidad que existan facultades universitarias dedicadas y toda una disciplina académica en torno a la ciencia de la administración, pues alinear decenas o miles de personas en torno a un fin en forma eficiente y eficaz, es genuinamente complejo.

La armonización de incentivos, estrategia, procesos, tecnología, recursos, cultura y liderazgo, es un problema que día a día desvela tanto a los CEOs de grandes multinacionales como a los jefes de departamentos públicos.

Ser eficaz y eficiente, es decir, que las cosas pasen, pero a optimizando el uso de tiempo y recursos económicos, es la virtud que distingue a las buenas organizaciones de las malas. Es el resultado de combinar experiencia con conocimiento, acompañado de adaptación continua y determinación. Las cosas pasan no porque uno quiera, sino porque se ha aprendido cómo hacerlo.

Lamentablemente, es difícil lograrlo en un administración donde dos tercios de las posiciones directivas cambian en los primeros años de cada gobierno y cuando cerca del 100% de los empleados públicos logra bonificación máxima (2019), constatando lo irrelevante de las evaluaciones de desempeño.

Pues bien, por el bien de reputación de nuestra democracia y Estado, es hora que la clase política y la ciudadanía, en especial el gobierno actual, le ponga el cascabel al gato en cuanto a construir una administración pública moderna a la altura de las necesidades de la población. Eludir esta responsabilidad, es entregar en bandeja la crítica al demagogo de turno que ofrecerá soluciones a punta de decretos presidenciales y debilitamiento de la administración pública.

Para construir un servicio público profesional y moderno, es esencial comenzar por construir un marco de acción meritocrático y flexible, donde quienes tengan mejor desempeño efectivamente sean premiados, y donde los procesos internos de gestión, sean ágiles y seguros. Para esto es urgente reformar el Estatuto Administrativo que impide una gestión eficiente del Estado, y enaltecer el rol de la gestión como mecanismo esencial para que la política sea capaz de materializar sus acuerdos. La política sin capacidad de gestión son solo promesas vacías.

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