Hace algunos meses, hizo noticia que la encuesta Criteria mostrara a un 70% de los chilenos prefiriendo seguridad a libertad. Algunos los atribuyeron a una reacción al estallido social y que implicaría que estamos en la antesala de una demanda autoritaria. En realidad, esta cifra está en línea con las preferencias históricas. De hecho, el 2018, antes del estallido, 66% de los chilenos prefería la seguridad a la libertad en el World Values Survey (WVS).
Tampoco es esta tendencia, escoger seguridad sobre libertad, una característica distintiva de Chile, sino que se repite en prácticamente todo el planeta.
Sin duda, es importante no sobre interpretar los resultados de este indicador. “Libertad” y “seguridad” son conceptos relativamente abstractos cuyo significado puede variar fuertemente entre distintos individuos y en distintos contextos. Es más, libertad tiene mayores niveles de abstracción. ¿Quién respondería con certeza que no es libre? Probablemente pocos sabríamos bien cómo responder a una pregunta así. En cambio, la sensación de incertidumbre parece ser una parte intrínseca de la vida moderna.
Pero, quizás, lo más importante de la pregunta es el supuesto que esconde, que libertad y seguridad se oponen. Una presuposición que parece que logra calar con sorprendente facilidad. Hay una sutil declaración normativa en esta pregunta: si usted quiere más seguridad, tendrá que renunciar a cuotas de libertad. Pero ¿es eso cierto? ¿Las sociedades menos libres son más seguras?
Algo así parece prometer el reciente fenómeno Bukele y sus múltiples imitadores. La promesa es simple y efectiva. Las personas aceptan entregarle más poder a la fuerza represora del Estado y renuncian a garantías jurídicas y, a cambio, obtienen más seguridad. ¿De qué sirve la libertad de salir a la calle, si no hay seguridad suficiente para caminar tranquilo?
Algo así ha sido el proceso de erosión de muchas democracias en el mundo que, sin necesidad de golpes o colapsos institucionales como los del pasado, han visto a una mayoría considerable de su ciudadanía alegremente entregándoles las llaves del poder a lideres que cierran la puerta por dentro. Lentamente, paso a paso, un poco menos de libertad a cambio de un poco más de seguridad.
Si las democracias liberales aceptan ponerse en esta falsa dicotomía entre libertad y seguridad, siempre terminarán perdiendo el debate público. Por eso, la condición necesaria para que las democracias no mueran es demostrar que pueden ofrecer una libertad que sea la mayor garantía posible de seguridad en sentido amplio.
Seguridad es orden, en el sentido de poder caminar tranquilamente por la calle, sin miedo a ser asaltado. También es que nadie venga a quitarte lo que has logrado con tu esfuerzo. Pero seguridad no es solo orden. Seguridad también es no vivir con el temor de que envejecer, enfermarse o enfrentar cualquier gasto imprevisto de pronto signifique perderlo todo.
Seguridad es seguridad legal y seguridad económica. Las democracias liberales funcionan y se mantienen en el tiempo cuando la gente percibe que, en el largo plazo, ambos tipos de seguridad son más probables cuando se respeta la voluntad mayoritaria del población, a la vez que se reconoce las garantías institucionales de división de poderes, codificación de las normas, debidos procedimientos penales y, en general, respeto a minorías.
En este sentido, libertad y seguridad no son dos polaridades, son dos caras de la misma moneda. Estar seguro cuando se sale a la calle, es tener la libertad de salir a la calle. Estar económicamente seguro es tener la libertad de escoger como desarrollar la vida laboral y personal de cada uno.
Para las democracias liberales mantener la paz y la tranquilidad y tener un Estado de bienestar que garantice seguridad económica no son meros accesorios, son la única posibilidad de supervivencia.
Como dijera visionariamente Camus, y fuera posteriormente citado o parafraseado tantas veces: Hay que optar por el pan y la libertad, no uno o lo otro y así, “sin ceder nada en el plano de la justicia, no abandonar nada en el de la libertad”.
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