Es una buena señal que la ciudadanía se indigne por los hechos indiciarios de corrupción, como los que da cuenta la grabación de abogados con sus clientes difundida recién, pero también es importante que hagamos las reflexiones correctas en esta materia para poder hacer frente a las evidencias de actos deshonestos.
Lo primero que habría que reconocer es que hay pocas conductas más humanas que la deshonestidad. De hecho uno de los supuestos de las instituciones es precisamente que habitualmente los seres humanos son capaces de comportarse como demonios y que a menudo basta que tengan al alcance una buena oportunidad para tomarla. El ser humano analiza, la más de las veces, el costo-beneficio y decide si delinque o no, conforme con la posibilidad de ser atrapado, la pena probable y la posible ganancia. Pero no solo se trata de eso, como veremos.
Investigadores de la denominada “economía conductual” vienen mencionando hace tiempo otros elementos que pueden ser importantes a la hora de diseñar políticas públicas o al momento de autorregularse a través de programas de ética y compliance.
Se hizo alguna vez un experimento con lanzamiento de dados. Se pagaban 10 dólares multiplicado por el número que arrojaba el azar, de forma tal que si el lanzador obtenía 3 le pagaban 30, si sacaba 6 le pagaba 60 y así, pero el resultado solo lo veía la gente que lanzaba. ¿Mentiría la gente al responder? Lo que se concluyó es toda la gente miente un poco. Miente en Venezuela, en Somalía, en Argentina, en Uruguay, en Chile, pero también miente en Finlandia, Dinamarca o Japón, aunque en estos últimas naciones se miente menos. En Canadá un poco más y más aún en Chile o en Argentina o en Venezuela. Pues bien, si uno mira la realidad de entornos de corrupción de esos países en los 20 años anteriores encontraremos un directa relación entre el comportamiento de la gente, con el entorno en que creció y que va formando una narrativa que se contagia y que se transforma en un hábito para bien o para mal. Los hábitos cambian.
Cuando yo era pequeño me sentaba en el asiento del medio del auto de mis padres al viajar por la carretera, sin cinturón de seguridad. Hoy es inimaginable. O hasta no hace tanto, la gente fumaba en las últimas filas de los aviones. Esas conductas cambiaron. Cambiaron los estándares de conducta, a veces apuntalados por normas jurídicas que regulaban estas materias.
Asimismo, en nuestro país, existen espacios en que hemos forjado desde hace años un alto compromiso ético. A casi nadie se le ocurriría pasarle un billete a un carabinero para que no te curse una infracción, y los pasos de peatones, que cuando yo era niño solo se respetaban en Viña, hoy se respetan en todo el país. Y eso, que nos parece natural, no pasa en el resto de Latinoamérica.
Es evidente, además, que en esta materia, pequeños incumplimientos nos llevan por una pendiente resbaladiza que es peligrosa porque afecta la confianza hacia las instituciones.
En resumen, resulta clave cuidar los entornos de integridad corporativa en nuestro país y ello nos compromete a todos a luchar por el país que todos queremos. No uno sin corrupción, porque eso es imposible. Uno en que tengamos sistemas que permitan gestionar los riesgos de delitos y conductas inapropiadas en el sector público y privado para que con esto combatamos incluso los más pequeñas y omnipresentes formas de deshonestidad.
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