Se ha convertido en un lugar común vilipendiar la tesis del “fin de la historia” del politólogo Francis Fukuyama, dado que el modelo de democracia liberal capitalista que emerge victorioso y sin rivales de la Guerra Fría, desde hace rato viene enfrentando tensiones y dificultades que recomiendan prudencia y escepticismo: la evolución histórica no es tan linear ni progresiva como aparentaba, viejos y nuevos fantasmas han salido al camino, mejor abstenerse de juicios concluyentes.
El viejo Fukuyama defendió su tesis de inspiración hegeliana, precisando que la democracia occidental se transformó a finales del siglo pasado en algo así como una aspiración hegemónica global, y que en cierto sentido sigue siéndolo, más allá de los problemas y obstáculos que luego aparecieron, desde el fundamentalismo religioso a las crisis económicas, desde la ola populista autoritaria hasta la amenaza climática.
Como fuere, la idea del fin de la historia sirvió para etiquetar todas las grandes declaraciones epocales. En los últimos lustros, Chile se ha poblado de grandes declaraciones epocales. Políticos e intelectuales leen el escenario y sacan conclusiones resonantes respecto del ánimo colectivo y el rumbo de la nación, que parece cambiar con la radicalidad de las revoluciones científicas Kuhnianas.
Partamos por el 2011, cuando las masivas movilizaciones estudiantiles articularon una crítica ideológica central contra el modelo chileno. Hay ciertos bienes, dijeron, que no deben estar sometidos al mercado, sino que deben ser ofrecidos con criterios universales porque en allí se juega el estatus de igual ciudadanía. La educación fue el ejemplo primario. El entonces presidente Piñera, que nunca se tomó en serio el asunto del relato político, no tuvo herramientas para contratacar. Los jóvenes escribieron la partitura y Michelle Bachelet regresaba de Nueva York para oficiar de intérprete. Ganó caminando, e incluso obtuvo una inédita mayoría parlamentaria.
Los tesistas del fin de la historia sostuvieron que ya nada detendría la caída del neoliberalismo.
Y sin embargo, no cayó. A medio camino, la cosa se enredó. Se sacaron algunas reformas adelante, pero muy poco para hablar de giro copernicano. Entonces volvió Piñera. Su triunfo en segunda vuelta fue tan holgado que su entorno también se envalentonó: los chilenos no quieren abandonar este modelo que tanta prosperidad ha entregado, por el contrario, quieren más leños en la locomotora de la economía para que sigamos creciendo. Más centros comerciales, más particulares subvencionados, más derecho a elegir. Con ese diagnóstico monolítico, prácticamente sin grietas ni bemoles, alistaron al gabinete más derechista que pudo concebirse.
Hasta que llegó octubre de 2019. De pronto, las profecías tectónicas parecían hacerse realidad: los chilenos derrumbaban a martillazos el modelo. Se impuso una lectura única que tuvo poca paciencia con los disidentes. Los defensores de los 30 años hablaban bajito. ¿Quién podía oponerse al curso avasallador de la historia? Incluso en medio de una crisis sanitaria, despachamos rapidito la cuestión constitucional: resultaba obvio que el problema era estructural y que había que sustituir no solo nuestra organización política, sino quizás nuestro estilo de vida. Más de algún dirigente sostuvo que todas las fuerzas del Apruebo (de entrada) tenían que competir unidas en la elección de constituyentes, dando por hecho un diagnóstico y sensibilidad ideológica compartida. Aunque era evidente que en ese 80% confluían mundos e intereses muy distintos, ahí estaba otra vez la tentación del fin de la historia.
Hasta el plebiscito de salida, cuando se impusieron las fuerzas del Rechazo (de salida), y proliferan los comentaristas hablando de teoría pendular, regresión autoritaria, restauración conservadora, etcétera. Por poco, el PC no musicaliza su franja con Los Quincheros. Pasamos de querer quemarlo todo por la injusticia de las elites, a estar dispuestos a sacrificar libertades básicas y relajar la protección de los DDHH con tal que las policías se sientan seguras. Esta vez la tesis del fin de la historia viene de desde la derecha, y quienes se le oponen salen trasquilados.
Es normal que uno se enamore de sus propios diagnósticos. Es normal que nadie quiera nadar contra la corriente. Es normal subirse al carro de la victoria, ver tus cartas y subir la apuesta. Pero quizás deberíamos ir aprendiendo en Chile que todos estos juicios epocales concluyentes son frágiles, no envejecen tan bien, y que la vida política es demasiado impredecible como para andar decretando el fin de la historia a cada vuelta de mano.
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