Algo es algo: Monjamón

Por Juan Diego Santa Cruz, cronista gastronómico y fotógrafo

Si las monjas pudieran cocinar de todo tendríamos el despliegue de los más sabrosos panes y jamones por todo el urbe et orbi. Ya habrían creado hace siglos el pan de masa madre superiora y la marca “Monjamón” dominaría las ventas en los supermercados.


De la radio a pilas salió la impactante noticia que una monja de 80 años habría escondido el cuerpo de su amiga muerta por un año entero pero, en un momento de lucidez, decidió dejarla abandonada en la calle dentro de una maleta. Para mi decepción, la noticia era falsa. La sororidad fue sólo entre una tal doña Paty y su amiga que habrían realizado un extraño pacto del que sabemos sólo la versión de la sobreviviente. No quiero imaginar el testimonio que habría dado la señora que partió al último viaje dentro de una maleta.

Era más sabroso el cuento imaginándose a la sospechosa en hábitos cuidadosamente almidonados, planeando sus inhumaciones ilegales al calor de una paila de mermelada de damasco, de manjar blanco hirviendo o de merengues con puntas robustas como pechos de mujeraza. Porque las monjas, al menos las españolas y las chilenas, consagran su vida a la oración y la repostería.

Si la túnica y la cofia de la tal Paty hubiesen sido oficiales, nos habríamos chupado los dedos con elucubraciones sobre sus nexos con las monjas kirchneristas, expertas en maletas pero llenas de billetes. Tal vez, hasta hubiese sido buen pie para hablar de una vez por todas de la Monja Alférez, la primera monja travesti y homicida, de notoria participación en la conquista de Chile.

Pero no fue así. Lo que sí sabemos desde el siglo IV es que tras la muerte de San Casiano de Ímola las monjas quedaron impedidas para siempre de tocar la sal. A Casiano lo apuñalaron sus alumnos con sus plumas fuentes y lo rociaron con sal para que le ardieran las heridas. Las monjas que acudieron en su socorro vieron como les desaparecieron las manos cuando tocaron las heridas cubiertas de sal. Desde aquel día se sabe que las monjas verdaderas, por algún efecto mágico de su investidura, sólo pueden trabajar con azúcar y frutas maduras y que, si por alguna mala jugada del destino quedan expuestas a la sal, corren el riesgo de evaporarse o convertirse en arena dorada, igual que Michael Jackson al final del video de “Remember the time”.

Este antecedente, aunque difuso, antecedió a sucesos más contundentes como cuando en 1835 el Estado español expropió a la Iglesia en lo que se conoce como la Desamortización de Mendizábal y las religiosas no tuvieron más alternativa que acudir a sus conocimientos de repostería para poder sobrevivir. Tal vez fue una señal de alerta en Chile que motivó a las monjas Carmelitas a dedicarse a los bizcochuelos, a las Capuchinas a los alfajores y a las de Quilvo a la empresa privada.

Si las monjas pudieran cocinar de todo tendríamos el despliegue de los más sabrosos panes y jamones por todo el urbe et orbi. Ya habrían creado hace siglos el pan de masa madre superiora y la marca “Monjamón” dominaría las ventas en los supermercados. No habría convento sin jamón y palta.

Las razones históricas de por qué las monjas destacaron en la repostería y no en otras áreas de la cocina me huelen a que siempre fueron consideradas secundarias respecto de los sacerdotes y monjes, habilísimos produciendo los mejores licores tan necesarios para la salud de la sociedad.

Las monjitas, eternos sujetos de diminutivo, siempre fueron pobres y no estaban para cocinar lomos y costillares sino para no molestar y, en el frío que necesitan los pasteleros, meterle duro y parejo a las hojuelas, almendrados, capirotes, empanaditas de pera y otras delicias como los duraznitos de San José en almíbar preparados por las manos de las monjas Agustinas, que no se ven hace mucho en el comercio. Desgraciadamente se perdió la costumbre de comerlos, lentamente, como se pierden las personas solas que nadie se entera que murieron. Por suerte, aún quedan algunas buenas manos y sus maravillas para seguir disfrutando. Algo es algo.

Receta para el domingo

Sandwich Yanbonber
para 7 personas

En el supermercado de su aldea, o mejor en la Vega, pida un kilo de jamón en un sólo trozo que debería andar por los 10 a 12 mil pesos. También puede comprarse un pan de mantequilla francesa que anda por las cuatro lucas y vale la pena cada centavo. Luego aléjese del supermercado y compre la baguette más pituca que encuentre o una marraqueta de las verdaderas, o bien hogaza o el pan de masa madre más hipster que pille. Compre buen pan. Al llegar a su casa haga lo siguiente:

  • Deje la mantequilla a temperatura ambiente, lejos del refrigerador y del sol de la ventana.
  • Corte el jamón en trozos gruesos, como del ancho de un iphone. No importa que salgan algo disparejos.
  • Tueste lentísimamente el pan y póngale mantequilla en abundancia y luego el jamón. Tape el sándwich.
  • A continuación viene el paso crucial: con la base de la palma de su mano apriete el sandwich con fuerza y cariño hasta que el crujir del pan le haga agua la boca.
  • Sin esperar, póngale una mascada y tras ella, otra más. Y otra hasta terminar el sandwich. Luego repita el proceso otras seis veces y de un grito llame a los otros 5 comensales a almorzar, tomar desayuno o a una merienda de media mañana.

Le aseguro que recibirá la aprobación de sus huestes.  Disfrute de su segundo sandwich mientras los otros alaban sus dotes de cocinero. No hace falta acompañamiento alguno más que una cerveza bien helada. Si quiere ponerle color haga lo que le plazca y póngale mostamayo, tomatepalta o mejor aún, pepinillos. Usted verá. Para mi el pan con jamón y mantequilla basta y sobra. ¡A gozar!

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