“Aunque el proceso del Consejo haya fracasado, es más importante tener una Constitución en democracia”, argumentó Benjamín Salas Kantor, ex asesor del presidente Piñera en asuntos internacionales, justificando su voto A Favor. Una opinión parecida entregó Francisco Covarrubias, decano de Artes Liberales de la UAI: aunque la opción A Favor se imponga en el plebiscito del domingo, la sensación generalizada es la de un gran fracaso. ¿A qué se debe esa sensación? ¿En qué sentido podría ser un “fracaso”, si el desenlace termina, en lo formal si no en lo sustantivo, con una nueva Constitución tal como nos propusimos en 2020?
Probablemente porque al ingresar a este proceso muchos pensamos que serviría para restañar las heridas del tejido social chileno, para recomponer la convivencia política, para sentar las bases de una institucionalidad que todos pudieran sentir propia, para reescribir las reglas del juego sin que nadie se sintiera excluido o perjudicado, para fijar la vista en el largo plazo. No nos íbamos a hacer amigos ni cantaríamos Cumbayá tomados de las manos, pero tendríamos algo así como una casa común.
La realidad fue otra: el proceso constituyente, en sus dos etapas democráticas, estuvo marcado por el revanchismo. Primero, proyectando el ethos del estallido social, fueron las izquierdas plebeyas las que quisieron humillar a la derecha patricia propinándole una derrota definitiva. Luego, al ritmo del backlash nacionalista y conservador, fueron las derechas las que unilateralmente impusieron sus términos sobre la alicaída izquierda oficialista. Ambos tenían cuentas por cobrar, y vaya que las cobraron. Ambas propuestas se hicieron contra el otro, no con el otro.
Nada bueno sale de la rabia, rezaba la franja del Rechazo en 2022. Pero ha sido precisamente la rabia la que ha inundado la campaña del A Favor en las últimas semanas: una campaña virulenta, truculenta, negativa, contingente, que no tiene nada que ver con la tarea republicana de fundar un orden constitucional capaz de reclamar lealtad transversal.
Para ganar, la derecha optó por envenenar el pozo. Es probable que sea una estrategia efectiva, sobre todo tomando en cuenta los sucesos de los últimos días. Pero puede ser una victoria pírrica. Bajo el espejismo de haber asegurado la subyugación irrevocable de la izquierda, podría estar cultivando las semillas de una enemistad cívica tan persistente como inhabilitante.
Por eso es curioso que algunos intelectuales -de los buenos- que tiene la derecha piensen que un triunfo de la opción A Favor sirva para generar una “tregua” entre las élites políticas. ¿Qué tregua puede existir si premiamos una propuesta ideológicamente sectaria acompañada de una retórica profundamente adversarial? Con Republicanos arriba del pony, y la nueva izquierda con sangre en el ojo, esa tregua se parece mucho a la Paz de Versalles: inestable, resentida, polvorita.
Por el contrario, si ambos sectores son obligados a agachar el moño y pagar con sus respectivas derrotas su incontinencia y frivolidad, puede que en una de esas templen los ánimos y apuesten por una estrategia alternativa de no agresión.
Un respetable tuitero me preguntó por qué era tan locuaz en mi crítica a la propuesta del Consejo en circunstancias de que había sido más tímido y eufemístico en mis cuestionamientos al trabajo de la Convención. Por cierto, otras personas creen que esta vez no hemos sido lo suficientemente duros y mediáticos como sí lo fuimos el año pasado. Cada uno ve lo que quiere ver. Pero el respetable tuitero tiene un punto: esta segunda parte del proceso constituyente conlleva una frustración adicional para quienes señalamos oportunamente los errores del primero y pensamos que habíamos aprendido la lección.
La Convención estaba presa de un estado de ánimo ingobernable, estaba plagado de independientes inexpertos sin incentivos para reciprocar en el mediano plazo, y careció de “adultos en la pieza” que pudieran ordenar su marcha. El Consejo tomó una posta que sugería un camino más bien pacífico, administrando el anteproyecto de los expertos, el único donde efectivamente se “compartió el lápiz”, usando la expresión de Domingo Lovera. Además tenía partidos políticos y un adulto responsable: José Antonio Kast. Así y todo, replicaron los errores con calco, ofreciendo una propuesta menos refundacional pero igualmente maximalista y partisana. Como sinceró el astuto “Steve Bannon” de Kast, nunca buscaron ni quisieron un texto de consenso.
Cualquiera sea el resultado del 17 de diciembre, ambos procesos pasarán a la historia por comprender la democracia en términos antagonistas y agregativos, propios de la mentalidad populista contemporánea a-la-Mouffe, y mucho menos en términos consensuales y deliberativos, propios de la sensibilidad liberal de Rawls a Habermas. Quizás por lo mismo prevalece el sabor amargo, la sensación de fracaso colectivo, aun cuando el domingo ya tengamos nueva Constitución.
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