Las porfiadas encuestas no dan tregua al “A favor”. Cuál más, cuál menos, las distintas mediciones muestran una diferencia en torno a 20 puntos de ventaja del “En contra”. Y si bien aún hay un bolsón grande de indecisos, por ahora es difícil encontrar razones para pensar que esto se dará vuelta en las tres semanas que quedan para el plebiscito. Más aún, con una derecha dividida que disemina mensajes contradictorios a electores sin interés en el proceso.
Con bajos niveles de información y con alto desinterés por parte de la ciudadanía, la pregunta relevante entonces es a qué se está oponiendo la mayoría. La respuesta fácil sería asumir las lecciones del primer fracaso constitucional: la gente está manifestándose contra el texto y el proceso.
No lo creo. En primer lugar, porque este proceso, la verdad, le importa un pepino a la gran mayoría de la población. Es un proceso desenergizado (carente de “momento constituyente”), donde parece no haber nada relevante en juego y, peor aún, sin que se lo perciba relacionado con las preocupaciones centrales de la población: delincuencia, inmigración y crecimiento económico.
En segundo término, porque las personas han estado distanciadas de un Consejo Constitucional de baja visibilidad y de un texto sobre el que no se han informado ni se quieren informar.
Entonces, ¿a qué se opone la ciudadanía? En esta ocasión el rechazo no parece ser ni al texto ni a la extravagancia de un proceso como lo fue para el primer proceso. Esta vez, si gana el “En contra”, y más si es holgadamente, el castigo será para toda la clase política, en un símil a lo que se vio para el estallido social de 2019.
Por su ineptitud o, más bien, su desfachatado desdén por buscar consensos durante largos cuatro años. Cuatro años con la secuela del trago amargo del engaño sorbido por una ciudadanía que siente que fue “sacada a pasear” por la clase política para volver a un lugar peor del que había salido.
Un triunfo holgado del “En contra” supondría una suerte de estallido social sin violencia, un estallido social en las urnas. Sin violencia, pero agravado por la extensión del radio político cuestionado. El problema ya no serían los 30 años, sino los 34 que agregan al Frente Amplio y a Republicanos en la bolsa de los impugnados.
Un juicio crítico a la incapacidad y a la impostura frente a la promesa de acuerdos, aliñado con otras rabias como las evidenciadas por la encuesta CEP de la semana pasada como que para el 68% de las personas todo, o casi todo, el Congreso está involucrado en actos de corrupción. El 65% señala lo mismo respecto del gobierno.
¿Estará consciente ese mundo de izquierdas y derechas del Frankenstein que han ido moldeando estos cuatro años? ¿Tomarán realmente nota que, mientras ellos juegan a la adversarialidad, la mayoría de la población vive el drama que supone estar disponibles para suprimir todas las libertades públicas y privadas para controlar la delincuencia? De seguro que no.
Pero sería bueno que tomaran nota. Un nuevo fracaso no será la derrota solo de la derecha republicana, será de todos los que, negándose a acordar, a buscar el encuentro de largo plazo antes que el triunfo pequeño del cortoplacismo, optaron por polarizar. En mayor o menor medida, serán cómplices de los Frankesteins de la seguridad en versión Bukele, o de los Milei de ocasión que invitarán a terminar con la casta, es decir con ellos mismos.
Si el 17 de diciembre se produce un estallido social en las urnas, la clase política se asustará. Y tal como para sacarse el miedo en 2019 el mundo político eligió entregar la Constitución, ahora optará por sacrificar otro chivo expiatorio para su supervivencia. De eso, el resto sí que tenemos que tomar nota.
La crisis de seguridad actual opera como telón de fondo de otros elementos de crisis todavía latentes en nuestra sociedad, que pueden convertirse en el caldo de cultivo perfecto para las promesas demagógicas, el populismo autoritario o posibles escenarios de desestabilización futura. Esta urgencia debe ser tomada en cuenta por nuestra clase política.
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