¿Somos o no somos seculares? El retroceso constitucional en materia religiosa. Por Cristóbal Bellolio

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Crédito: Agencia Uno.

Un Estado que se define como laico o políticamente secular perfectamente puede ser incluyente de la diversidad religiosa aun en el espacio público, en la medida que no privilegie una profesión de fe por sobre otra, o sobre la ausencia de ella. Esta declaración se caía de madura, y era coherente con los cambios en la sociedad chilena. Lamentablemente, en este asunto particular, el nuevo proceso retrocede respecto del anterior.


Aunque se subentiende que el Estado chileno está separado de la Iglesia desde la Constitución de 1925, ni ese texto ni la Constitución de 1980 señalan expresamente que es “laico” o “secular”. La pasada Convención Constitucional consideró que ya era hora de establecerlo, y el artículo 9 de su propuesta sostenía “El Estado es laico… Ninguna religión ni creencia es la oficial, sin perjuicio de su reconocimiento y libre ejercicio…”. Al perderse el plebiscito de salida, esta fórmula también naufragó. El Anteproyecto elaborado por el comité de expertos no dice nada similar, y tan solo consagra la libertad religiosa en un modo similar a la Constitución vigente.

¿Qué sentido tenía declarar formalmente al Estado chileno como “laico”? En “El Desafío Constitucional” (Taurus 2020), Carlos Peña sugiere que los países tienen una constitución “sociológica” (una cierta estructura social, valores compartidos) y una constitución “jurídica” (el conjunto de normas que organizan el poder y señalan sus límites). Cuando la primera cambia, la segunda debe cambiar, concluye Peña -siguiendo aquí la doctrina constitucional de Carl Schmitt. En otras palabras, una sociedad debe reconocerse en sus instituciones.

Si miramos la constitución “sociológica” de Chile en materia religiosa, la transformación salta a la vista. Como revela el reconocido reporte global de Ronald Inglehart, durante el período 2007–2019, Chile es el país del mundo donde más ha retrocedido la religiosidad, sólo superado por Estados Unidos. Por su parte, Latinobarómetro 2018 señala que la población atea, agnóstica o sin religión ha crecido desde un 7% en 1995 a un 35% in 2017, mientras el porcentaje de católicos ha descendido de un 74% a un 45% en el mismo período.

Una encuesta del Centro de Estudios Públicos de 2019 muestra que el catolicismo baja de 73% en 1998 a 55% en 2018, mientras los evangélicos crecen de 14% a 16%, y aquellos sin religión saltan del 7% a 24%. Finalmente, la encuesta Bicentenario UC 2022 indica que la población que se define católica baja 70% en 2006 a 42% in 2021, los evangélicos crecen levemente del 14% al 17%, mientras los no creyentes suben de 12% a 37%.

Décimas más, décimas menos, los números revelan una tendencia incontestable de secularización cultural. Aplicando la caracterización de Charles Taylor, por primera vez en su historia la sociedad chilena entra en una época en la cual la creencia y la no creencia religiosa son equiprobables. La pregunta, entonces, es si acaso este proceso de secularización cultural -ya sea provocado por el mayor bienestar material, desarrollo educacional, descalabro reputacional de la iglesia por sus abusos, crisis de las autoridades tradicionales, etcétera- debe tener un correlato de secularismo político. Es decir, si acaso las instituciones -desde la constitución a los protocolos- debieran reflejar el cambio de una sociedad mono-religiosa a un paisaje de mayor pluralismo respecto de las preguntas últimas de la vida humana. Afirmar explícitamente la laicidad de estado era una forma de hacerse cargo.

Es posible advertir, sin embargo, que el impuso secularizador de la pasada Convención Constitucional fue tensionado por su propia voluntad política no solo de reconocer sino de promover cosmovisiones ancestrales, en las cuales es difícil distinguir lo cultural de lo religioso. La misma idea de Buen Vivir –Küme Mongen en mapuche, Suma Qamaña en aimara, Sumak Kawsay en quechua- entrelaza aspiraciones éticas de relación con el entorno con las propuestas de un nuevo modelo socioproductivo.

La insistencia de la mesa en tratar de “machi” a la convencional Linconao contrasta con la exclusión del emblema cristiano en la celebración de su primer mes de funcionamiento. Esta tensión entrega una pista: la distinción relevante no fue religioso versus secular, sino opresor versus oprimido. Las cosmovisiones ancestrales califican como oprimidas, mientras la religión cristiana, definida por la propia presidenta Elisa Loncon- es “colonizadora”.

Fuera de esta aparente inconsistencia en el impulso secularizador, ¿cuál es realmente el problema con señalar expresamente la laicidad del Estado chileno? Según arrojan los estudios posteriores al plebiscito, los asuntos resistidos por la población que votó Rechazo eran otros, como la plurinacionalidad, a la in-heredabilidad de los fondos de pensiones o la cantinela de la casa propia. No obstante, hubo un mundo conservador que olfateó en el concepto de laicidad una cierta hostilidad frente al fenómeno religioso, la justificación normativa de su expulsión del espacio público, en su dimensión discursiva y simbólica, así como la obstrucción de sus proyectos comunitarios en educación y salud, entre otras áreas.

Aunque ellos mismos distinguen entre laicidad como fórmula neutral y laicismo como declaración de guerra, esta vez interpretaron lo segundo en lo primero, y el comité de expertos les siguió la corriente. Sin embargo, un estado que se define como laico o políticamente secular perfectamente puede ser incluyente de la diversidad religiosa aun en el espacio público, en la medida que no privilegie una profesión de fe por sobre otra, o sobre la ausencia de ella. Esta declaración se caía de madura, y era coherente con los cambios en la sociedad chilena. Lamentablemente, en este asunto particular, el nuevo proceso retrocede respecto del anterior.

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