Agosto 19, 2023

Sebastián Piñera: La pasión por ser querido. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista
Expresidente Sebastián Piñera. Foto: Agencia Uno.

Boric y Piñera son dos chilenos que no se parecen a ningún otro chileno. Si Piñera refrena su tendencia natural al descontrol a través de la gestión y los números, Boric lo hace a través de la poesía y la historia. Los dos, sin embargo, tienen serios problemas con la lealtad, y cierta tendencia al voluntarismo que les ha impedido entender que los países siempre hacen lo contrario de lo que se espera de ellos. De Piñera se esperaba plata y él intentó ofrecer gloria y fue un fracaso. Boric ha intentado traer gloria y sólo ha conseguido, en todos los sentidos del término, inflación.


La invitación a Sebastián Piñera al avión presidencial para ir junto con el Presidente a la toma de mando del presidente paraguayo vuelve las cosas a cierta normalidad institucional esperable. Por cierto, nadie, ni el propio Gabriel Boric, creyó jamás su promesa de perseguir a Piñera por cielo y tierra como a un criminal de guerra. La parte más torpe del torpe folclore del estallido fue su empeño en equiparar a Piñera con Pinochet, dos hombres que tienen en común sólo las dos primeras letras de sus apellidos.

Pinochet, un hombre de poco calado intelectual, sin ideas y proyecto propio, siempre basó su fuerza en saber dónde estaba parado y hacerse temer. Todo lo contrario de Piñera, rápido, informado, con ciertos rasgos genialoides, pero que nunca supo dónde estaba parado y fue por consiguiente completamente incapaz de conseguir ni temor, ni respeto, ni un poco de admiración siquiera.

Una admiración que en alguna medida merece con creces. Mientras los 50 años del golpe se conmemoran en la perfecta confusión, queriendo y no queriendo que se discuta lo indiscutible, resalta mejor la forma valiente y lúcida con que Piñera enfrentó los 40 años. Su manera de referirse a “los cómplices pasivos” puso la lupa donde nadie se había atrevido a ponerla hasta entonces. Riesgoso paso que no le perdonaron nunca esos mismos cómplices pasivos, o los que, como Carlos Larraín, postulan a ser sus herederos.

La derecha más clásica, a la que en su segundo gobierno quiso de manera ciega y sorda y por desgracia no muda, pertenecer, no dejó nunca de saber que Piñera ha sido siempre mejor noticia para la izquierda que para la derecha. A la izquierda le ha dado el gobierno dos veces y razones para luchar y vivir, mientras ha hipotecado tres generaciones de dirigentes de la nueva derecha, promoviendo en ella razias y harakiris sin fin que los han dejado en mano de los republicanos, grupo político que se complace justamente en odiar a Piñera como si se tratara de la mezcla entre Fidel Castro, Trotsky y Bonnie and Clyde.

Incontinente, repetitivo, impulsivo, impermeable a la realidad, lo ayuda en la vida lo mismo que lo perjudica, su incapacidad de imaginar que alguien no lo quiere o lo admira en el fondo. Un impulso propio de los hijos de familia numerosas le obliga a decir a cada segundo o paso “aquí estoy” y competir en todos los deportes, y jugar todos los juegos, y saber todas las respuestas y olvidarse de hacerse nunca ninguna pregunta.

Le era imposible pensar que no estaba entre el millón de personas que a finales de octubre del 2019 lo odiaban de las más diversas formas posibles. Así lo dijo y provocó en un millón más esa intensa vergüenza ajena que es su marca de fábrica. Le pareció también perfectamente imposible no sentarse en el sillón presidencial de los Estados Unidos, en un acto absolutamente inédito que, de no haber tenido el presidente Obama sentido del humor, podría haber sido un incidente diplomático más de los muchos que protagonizó la impulsividad presidencial.

Un acto impulsivo fue su visita a Cúcuta, y las variadas cumbres frustradas en que intentó convertirse en el líder continental de una nueva derecha que fueron su tumba. En parte porque dijo, en casi todas partes, lo que no debía decir, en parte porque esta nueva derecha, a lo Macri, Duque y Moreno no existió más como el fantasma de un fantasma de una idea falsa: la que de unir el poder empresarial con el político y el mediático se podía conseguir de parte del pueblo no sólo respeto o temor, sino cariño, comprensión y buena onda.

Piñera, que fue por ocho años el hombre más poderoso de Chile (uno de los más ricos, el más votado, etcétera), se deshacía en citas equivocadas, tics nerviosos, sonrisas de más, conflictos de intereses, “pasadas” imposibles, y metidas de patas inverosímiles, regalándole a la opinión publica el extraño placer de mirar el poder con desprecio y tratar a un hombre evidentemente inteligente como si fuera un simple de espíritu. Era ese contraste, el del poder mismo, de todo el poder, desviviéndose por caer bien, lo que explica que sus dos gobiernos hayan terminado en olas cada vez más incontrolables de protestas populares.

“Gobernar es educar”, dijo alguna vez Pedro Aguirre Cerda y Chile no encontró nunca en Sebastián Piñera, que nunca se gobernó a sí mismo del todo, ningún ejemplo que imitar. Mas bien el país se ejercitó en el placer de echarle a perder el cumpleaños al niño que no para de decir que la pelota es suya y que su torta de cumpleaños es la más grande del barrio.

No tuvo éxito en explicar que gran parte de su carácter único no nacía del privilegio sino de la carencia, de una infancia en que muchas veces le toco ser extraño y extranjero. Hijo de padres valientes y excéntricos, lleno de valores impracticable hoy, no hay en el nada de un niño mimado. Y si la pasión por ganar ha consumido su vida es quizás porque la sombra de derrota, la de la generación que lo precedió, y la de la clase marcó demasiado su vida. En eso se parece a Gabriel Boric más de lo que cualquiera de los dos podría admitir. Los dos son personas únicas y solas, seres que no encajan mucho en el mundo, que han decidido estar a cargo de gente y de países que muchas veces se le arrancan.

Boric y Piñera son dos chilenos que no se parecen a ningún otro chileno. Si Piñera refrena su tendencia natural al descontrol a través de la gestión y los números, Boric lo hace a través de la poesía y la historia. Los dos, sin embargo, tienen serios problemas con la lealtad, y cierta tendencia al voluntarismo que les ha impedido entender que los países siempre hacen lo contrario de lo que se espera de ellos. De Piñera se esperaba plata y él intentó ofrecer gloria y fue un fracaso. Boric ha intentado traer gloria y sólo ha conseguido, en todos los sentidos del término, inflación.

Me da la impresión de que de ser capaz de verse en otro quizás comprenderían lo que les falta. Boric sabe leer a los otros, cosa que Piñera no intenta siquiera, pero si sabe leer informes y gráficos. Los dos viven en dimensiones de la realidad paralelas que de poder juntarse podrían aprender algo. Por el momento los dos resultan formas contrarias del mismo error: la pasión por ser querido a cualquier precio.

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