Toda imitación es una apuesta. Una manera de elegir un rasgo para construir la sombra de un personaje real. Stefan Kramer, al abordar la figura de Pablo Zalaquett, destacó en él unas ganas nunca satisfechas de ser amado desesperadamente. Al ex alcalde de Santiago y La Florida, vencedor seguro de todas las elecciones en que se presentaba a comienzo de los años 2000, el humorista lo transformó en un ser sudoroso y tembloroso, que habla más rápido de lo que piensa.
Lo cierto es que Pablo Zalaquett Said, ingeniero comercial de éxito, era y no era el personaje que Kramer hizo de él. Siempre viendo en todas las coyunturas una oportunidad, Zalaquett fue el líder laico de los Legionarios de Cristo en Santiago, hasta que se separó y descubrió que las cosas no eran tan simples. Luego fue un discípulo bien convencido de la UDI popular de Pablo Longueira. Después de ganar dos elecciones, pero enfrentar los laberintos de la gestión se retiró también de la política, para reaparecer ahora como anfitrión de unas comidas con muchos comensales que hoy se arrepienten de haber sido invitados.
En las diversas facetas de su vida lo que destaca es un ansia de pertenecer. Las ganas de ser parte, de colaborar, de estar ahí, de conocer gente, de invitarlos a la casa. Ganas no solo de ser alguien, sino de ser parte de algo, de tener amigos, compañeros de partido o de legión, de abrirse a una sociedad que en su adolescencia en el Grange solía mirarlo con resquemor y distancia. Resquemor y distancia que lo obligaron al doble de simpatía, trabajos sociales, e invitaciones a la casa.
Las comidas de Zalaquett molestan en parte a los que aun creen en la ilusión meritócrata justamente porque muestran el otro rostro, el verdadero, de la meritocracia. Porque los formularios, las leyes de lobby, los test estandarizados nunca van a lograr integrar a nadie nuevo a la elite endogámica chilena.
La transparencia solo ha logrado alejar a los posibles miembros de los nuevos acuerdos. Lo único que renueva a la elite es el amor o la revolución. La simpatía, la amistad o la entrada en bloque de un nuevo sector que elimine el anterior. Invitar a tu casa como Zalaquett, o irrumpir en el Palacio de Invierno.
Las comidas en la casa de Pablo Zalaquett no cumplen con los estándares de transparencia que se esperan en un país que vivió los casos de colusión y financiamiento espurio de la política. Aunque no puedo evitar pensar que lo más grave del caso, es que no me hayan invitado. Pienso que muchas de las criticas puritanas contra la comida nacen de la misma rabia profunda: que no nos invitaron. No ser considerado por Zalaquett es no ser lo suficiente importante, valioso, prospero para acudir a este encuentro público-privado, donde un par de ministros del Frente Amplio iba a conocer en carne y hueso los malvados empresarios contra los que llevaban años despotricando.
¿Por qué no me invitaron? Yo podría haber divertido a la audiencia. Podría haberle dado un toque de historia o literatura a la comida. Pero no me invitaron. Quizás porque soy demasiado viejo, o quizás porque no sé nada de pesca o de litio. Da lo mismo, lo cierto es que no todos podemos ir a la cena porque la mesa no puede ser infinita. Mucha de la rabia contra la elite, esa rabia que estuvo en la raíz del 18 de octubre y alimenta el gobierno de Milei y su obsesión contra la casta, se basa en que no nos invitaron a la cena en que nuestros destinos se deciden.
Se puede alegar, con justa razón de que la elite chilena es endogámica, cerrada, que en ella el mérito intelectual, moral o incluso empresarial, no tiene demasiada importancia. Se puede cuestionar que el cuñado de un dictador haya heredado un monopolio estratégico y que todos hayan estudiado en dos o tres colegios donde no necesitaron ser buenos alumnos siquiera.
Querer que nuestra elite cambie o se diversifique no es, sin embargo, lo mismo que desear que no haya elite. Sueño que bien puede ser una pesadilla, porque un país sin elite es también uno sin forma, sin decisión, sin destino, en que cada uno saca su parte del botín. Es un país que dirigen por lo demás siempre los más fuertes que hacen sus comidas en perfecto secreto.
Pablo Zalaquett Said, siempre intenso, con sus ojos en llamas de larga pestañas que no dejan de mirarte mientras farfulla, ha fracasado una vez más en su intento de pasar piola. Haga lo que haga está condenado a no pasar desapercibido porque necesita con demasiada urgencia que lo necesiten.
Ahora, al margen del caso Zalaquett, ¿es forzosamente malo crear instancias de conversaciones informales entre distintos actores públicos? ¿Es realmente criminal que los que no se conocen, se conozcan, hablen, se rían, se entiendan?
Si no fuera por las conversaciones informales, por los encuentros más o menos secretos en matrimonios y cenas inesperadas, la segunda guerra mundial hubiera durado diez años más, y el Apartheid en Sudáfrica y la dictadura chilena. Todo nos lleva a esperar que, en alguna ciudad de Qatar o Jordania o Noruega, algunos representantes del gobierno israelí y algunos miembros de Hamas estén tomando café y compartiendo comida hablando de esas banalidades sin importancia que puede ser la raíz de grandes y necesarios acuerdos.
Es cierto que también en encuentros privados informales se han trabado los peores negocios y crímenes. El papel del periodismo es justamente estar ahí donde no nos invitaron y poder saber en qué consiste el menú del encuentro.
Pero la ilusión de un mundo sin comidas privadas, y té secretos no es solo imposible sino no es deseable. Por lo demás después de perder demasiado tiempo en símbolos vacíos, negociar es lo que este gobierno necesita con urgencia para dejar algún tangible cambio en la vida de los chilenos.
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