Rojo Edwards se llama así. Le decían así en el colegio Apoquindo y en la Católica, donde estudió, por su cabellera vistosamente pelirroja. Pero él, en vez de ofenderse, lo incorporó legalmente a su nombre. Eso habla de varios fundamentales de su carácter. Primero que no teme al ridículo, ni le importa demasiado la distinción de un apellido que en Chile suena a privilegios. Segundo, una pasión por la política que le hace ver que ese sobrenombre, Rojo, suena mejor en los afiches y en la papeleta que su originario José Manuel Ismael.
Llamarse Rojo y ser totalmente anticomunista es demasiado buen gancho electoral como para ahorrárselo por una estúpida cuestión de bautizo. Diputado por la Araucanía, proveniente del riñón duro de RN, aprendió que la derecha de futuro no está en los salones, ni en los clubes y casas de piedras, sino en la pelea por Twitter o YouTube. Un mundo en que la izquierda son los “Rojos” o los “Zurdos” y las conspiraciones de la ONU y la Bachelet, un mundo de enemigos que siempre están a punto de destruirlo todo. Un mundo indignado, asustado, preocupado, al que Rojo Edwards le añade una extraña calma que le ayuda a indignar a todos sus adversarios, sin indignarse casi nunca él.
Cortés, afable, a pesar de su aspecto rudo y rotundo, ofende sin ofenderse, por más que le rebaten con datos nunca admite del todo no tener la razón. La tiene siempre, como la tiene por lo demás cualquiera que prescinda de la obligación de razonar. Sabe de antemano dónde está el bien y el mal, lo que no lo hace enojarse con quien no comparta sus ideas, sino mirarlo con cierta paciencia, como si esperara que la verdad caiga por su propio peso.
Tiene antes de las preguntas todas las respuestas, y antes de todas las respuestas las cosas “muy claras”. Es en este sentido un perfecto héroe de nuestro tiempo. Un hombre que viene de la derecha tradicional, pero que entendió que el tono de la época exige cualquier cosa menos matices, y que ante la complejidad inabordable de nuestros problemas lo primero que había que hacer es convencer y convencer al resto que las cosas son “muy simples.”
A José Antonio Kast lo anima una certeza religiosa, la de ser el salvador de una cierta tribu. Pero sus modales son demasiado suaves, demasiado cuidadosos como para galvanizar un mundo, el de la derecha de la derecha, que necesita sobre todo firmeza, masculinidad, fuerza. Es lo que intuye Rojo Edwards y la razón que explica porqué quiere llamar a votar en contra de un proyecto constitucional que contiene gran parte del programa de gobierno de su partido, el Republicano.
Sabe que esa confianza en la desconfianza, que exploto el 18 de octubre, sigue ahí. Sabe que no hay espacio para la ambigüedad porque vivimos en ella. Y que el miedo, todos los miedos, cualquier miedo es la fuerza de unión más fuerte. Aunque es más fuerte la impresión de resistir, que es lo que todo el mundo postula ser: Resistente de alguna o de todas las resistencias.
“Con todo sino ¿para qué?”, decía un eslogan del estallido. Como nunca nada es “con todo”, quedó flotando el ¿para qué? ¿para qué una nueva constitución si ésta parece funcionar mejor que ninguna otra en la historia de Chile? ¿Para qué, en el caso de los republicanos, jugarse el cuello en aprobar algo que no cambia sustancialmente en nada su propia vida? ¿Para qué contradecir la mayoría que no es tan tonta para creer que una constitución puede resolver los problemas en seguridad, igualdad, inmigración, que estos no la puede resolver nadie del todo en el mundo de hoy?
Rojo Edwards entiende que no tiene sentido ser conservador si no se quiere conservar nada. La derecha tiene hoy el monopolio, que le regaló la nueva izquierda, de ser dueños del debate político e intelectual. ¿Tiene que sacrificar esa ventaja? ¿Vale la pena mostrar ahora las cartas? El debate constitucional obligó a la izquierda a decir más de lo que quería decir de sí misma. Afloraron sus contradicciones y demonios de un modo incontrolable. La nueva Constitución puede hacer lo mismo para la derecha.
Obligar a decir: “Quiero esto”, cuando no se sabe qué se quiere, deja abierta una desnudez que no se resuelve del todo nunca. Estar en la oposición es hoy por hoy, en Chile y en el mundo, la única posición posible. Rojo Edwards nació para eso, para ser oposición, que como nunca gana, nunca pierde del todo. En esa carrera por estar del otro lado, ha conseguido un logro inédito: estar a la derecha de sí mismo o quizás a la izquierda de todos. No se sabe. Lo que se sabe es que no está donde lo esperan. Un descampado que para él parece ser algo así como un hogar.
Cuando Milei tuitea “tenemos que hablar, Elon”, lo que se percibe es un presidente proactivo, preocupado de atraer inversiones, y dispuesto a sentarse rápido con el hombre más rico del mundo para concretar negocios que sean buenos para su país. Eso es lo que echamos de menos.
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Si queremos salir del hoyo en que estamos, requerimos de nuevos líderes que nos hagan recuperar la estructura normativa, pero de manera más ética y no autoritaria. Necesitamos urgentemente salir del marasmo y la anomia, para mirar el futuro con esperanza.
Mientras el Presidente posiblemente considera que sus buenas intenciones de origen lo hacen digno de todos los perdones que reclame, gran parte de la sociedad, a estas alturas, ya mira sus disculpas con recelo. Más aún si estás habitualmente ocurren cuando el mandatario está en problemas o se aparecen motivadas por circunstancias electorales.
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