Natalia Piergentili es la cara más visible de un fenómeno inesperado y sin embargo altamente esperable. Presidenta del PPD en gran parte porque nadie más le interesaba serlo, líder política de una centroizquierda de la que todos querían desertar, ha pasado de bailar con la fea, a ser la bonita debutante con la que todos quieren bailar.
Esta curiosa metamorfosis tiene que ver con lo que se podría llamar la rebelión de los subsecretarios. Una rebelión que también se podría llamar la rebelión de los jefes de gabinetes, jefes de servicios, o la de los Seremi. Todos los que, con paciencia ocuparon puestos importantes, pero poco lucidos en el gobierno de Bachelet 1 o 2, pero a los que a la luz de las incoherencias varias del Frente Amplio han visto en sus azotadas espaldas, crecerles alas.
Natalia Piergentili corresponde perfectamente al perfil de esa rebelión. Administradora publica con variados posgrados en universidades españolas, vio culminar una larga carrera de coordinadora de comisiones, asesora parlamentaria, secretaria ejecutiva de coordinaciones de ministros, al ser nombrada subsecretaria de economía en el gobierno final de la presidente Bachelet.
Fue en todos esos cargos discreta y eficiente, no teniendo que explicar ningún escándalo ni recibir ni una medalla rutilante tampoco. Se presentó a candidata a senadora por Santiago, pero el desconocimiento más o menos general de su nombre y trayectoria no le permitió ganar. Se quedó en el partido, su partido, el PPD, uno que simboliza como ningún otro las contradicciones, logros, fracasos, y dudas de la transición. Un partido que es justamente la transición misma, un partido instrumental nacido para la campaña del plebiscito del 88 pero que, al no disolverse al final de esa campaña, se convirtió en la identidad posible de los que no querían que la suya tuviera nada que ver con la guerra fría.
Natalia Piergentili encontró en medio de ese esperable velorio que aguardaba a su partido moribundo, una nueva vida. El proceso constitucional anterior le enseñó que las diferencias con el Frente Amplio son algo más que puramente generacionales.
El Frente Amplio no tiene un modelo de sociedad o de economía fundamentalmente distinto que el PPD, pero su apego a la democracia representativa, y sus derechos y deberes humanos, es fundamentalmente diferente. Su ideología es más o menos la misma, su cultura centralmente otra.
La experiencia fundante del PPD, que es la campaña del NO, se hizo admitiendo que los derechos y deberes del liberalismo clásico no eran solo un “desde” sino un objetivo por los que valía la pena luchar. Algunos se tomaron demasiado libertades con la libertad del liberalismo y se pasaron a los negocios privados con toda la base de datos que le proveyó haber pasado por el Estado. Pero estos errores y algunos horrores no implican que neoliberalismo sea lo mismo que liberalismo, como parecen creer los intelectuales orgánicos del Frente Amplio.
Esta es una diferencia intelectual que muchas veces en el ejercicio diario de la política se puede olvidar. Porque el PPD, al que se le criticó siempre por pragmático, resultón y cambiante, ha encontrado en el Frente Amplio y el Presidente Boric, en particular, un perfecto sucesor. En los incendios el presidente hace lo que debe hacer, que es lo que haría cualquier otro presidente que ama genuinamente su país (como lo han amado todos los presidentes después de la dictadura).
Es a la hora de los indultos, la política exterior, el énfasis en el control de la prensa, su visión de qué es y no es una legítima “protesta” social, en la constitución, donde esa diferencia intelectual se manifiesta plenamente.
¿Lleva esta distancia a la necesidad de dos listas en las elecciones de consejeros constitucionales? La decisión era difícil porque todo lo que diferencia al Frente Amplio del Socialismo Democrático es siempre menos que lo que los asemeja, que es justamente el modelo de sociedad que buscan y la manera gradualista y reformista para alcanzarlo.
¿Qué hacer? Ante el ninguneo constante del que ha sido objeto su generación, Natalia Piergentili ha decidido el honor y el orgullo de declarar su diferencia. No deja de ser una alternativa sana, pero ¿basta?.
Ante los que vuelven a alucinar con la idea de ir llenando el espacio vacío del centro político y los que remueven ese fantasma sería importante recordarles que todos los candidatos que en las últimas 10 elecciones han intentado ese milagro, se han quedado con nada o menos que nada. Basta citar los casos de Longueira y su centro social, la colorida Yasna Provoste, y Sichel, y un etcétera infinito.
La propia Natalia Piergentili perdió ante Fabiola Campillay, una mujer sin historia política, una esforzada trabajadora normal, sin ideología alguna pero que fue víctima de la violencia policial. Ganó porque, por más que se presentaba por la izquierda, su biografía estaba en el centro mismo de la vida de los chilenos. Por más que todo lo que tenga que ver con el 18 de octubre nos resulte triste, horrible o simplemente inútil, no significa que todo haya sido un simple accidente como todos piensan hoy.
Algo que empezó mucho antes (más o menos el 2006) ha puesto en cuestión la manera en que la centroizquierda intentó curar la herida siempre abierta de la desigualdad y el abuso sistemático. Que las respuestas fáciles con que quisimos responder enseguida a esta enorme duda no hayan funcionado mágicamente, no significa que haya automáticamente que volver a las respuestas viejas que probaron no responder nada.
La venganza es dulce, es cierto, pero puede ser por eso mismo empalagosa. Y se sirve fría, es decir, cuando no hay hambre para devorarla. La generación de los subsecretarios despreciada y olvidada vuelve a tener peso político. Pero no debe olvidar a la hora de salir de la condena, que esta condena no fue del todo irracional, que algo hicieron, hicimos, mal para llegar hasta aquí.
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