No es normal que un ministro llegue a su oficina y se informe que está siendo allanada por personal de la Policía de Investigaciones. No es normal que no sepa de cuál de todos los múltiples casos de traspaso de dinero brujo desde el ministerio a variadas fundaciones, pertenece la diligencia que recorre sus oficinas. No es normal, para ir más lejos, o más cerca, que un ministerio sea uno de los sitios de un delito, o de varios, ni menos común que no se sepa aún cuantos delitos más fueron visados o firmados por ese ministerio.
A todas esas anomalías y algunas más nos tiene acostumbrado el ministro Montes, que a pesar de su empeño en demostrar que no sabía casi nada de lo que se hacía ante sus narices, sigue misteriosamente a cargo del Ministerio de Vivienda y Urbanismo.
Raro es el caso de Carlos Montes Cisternas, político de incuestionable trayectoria, conocido por su rectitud y probidad, que se ha convertido en un encubridor más o menos consciente de todo tipo de chanchullos que algunos días denuncia, que otros días pasa por alto, que atribuye al gobierno anterior, pero que la mayoría del tiempo mira con la extrañeza con que un biólogo puede mirar a sus ratones de laboratorio.
Tan raro como esa facultad para distraerse de lo esencial, y enojarse contra otros por sus propias malas decisiones. Es la lealtad sin sombra que el presidente le manifiesta a cada paso en falso que da. Un presidente que ha abandonado amigos queridos, consejeros cercanos, ministros que sabían demasiado y se empeña, sin embargo, en blindar a Montes. Un blindaje que no hace otra cosa que hundirlo más en el pantano fundacional en que ha decidido hundirse.
Puede que el propio ministro Montes quiera arreglar este lío que ensombrece una vida entera de servicio público para retirarse de manera limpia y digna a sus cuarteles de invierno. Puede que sepa más de lo que quiere saber y por eso se queda. Puede que el Presidente no tenga a nadie más que poner en el puesto, pero lo cierto es que la testarudez de hacer mal lo que ya se hizo peor, no es bueno para ninguno de los dos.
Lo peligroso sigue siendo que ninguno de los dos parece darse cuenta del error y se abrazan y bailan tango al borde del abismo.
Habría que buscar quizás la razón de la lealtad del presidente y de la testarudez del ministro más allá que un simple y mutuo capricho. Hace algunas semanas José de Gregorio le advirtió a los recién titulados de la escuela de Economía de la Universidad de Chile, de los peligros de creerse parte de una generación dorada.
Puso como ejemplo la generación que nos gobierna, una que nació a la política y a los medios con brillo y lucidez removiendo los cimientos de todos nuestros lugares comunes. Siguió relatando cómo esta generación hizo, de su diagnóstico, política y poder. Las conclusiones son para todos visibles: Impugnadores impugnados, convicciones sin visiones (abandonadas miserablemente) y la falta absoluta de un programa de gobierno que no sea otro que el de sobrevivir el día a día.
Pero antes de esta generación dorada hubo otra, que es justamente la del ministro Montes. Jóvenes católicos, la mayoría; de buenos colegios, la mayoría también; una generación que compartía un diagnóstico agudo y despiadado sobre las deficiencias de la sociedad chilena. Una mezcla de denuncia y esperanza que los hizo tomarse la catedral primero, la Universidad Católica de Valparaíso y de Santiago, después. Una generación que fue dejando la parroquia y las federaciones universitarias por la política activa, donde su vehemencia, lucidez, pero también su dogmatismo y vanidad hizo época.
“Regalones” ellos también, no soportaron el peligro de ser oposición y pasaron de ser la joven promesa de la democracia cristiana gobernante, a ser la conciencia bien educada, pero revoltosa de la Unidad Popular, gobernante también.
Formados en universidades del primer mundo, barbudos, y barbones, cultos, arrebatados muchas veces, tenían en común con la generación que nos gobierna una visión redentora del “pueblo” y una cierta tendencia a simplificar en esquemas sociológicos una realidad social que no sería nunca del todo la suya porque, como toda elite que se respeta, se casaron con hijos e hijas de su mismo mundo social.
Mesiánicos, pero no por eso menos maquiavélicos, les gustaba demasiado el poder para ser los misioneros que habían soñado ser. Pero su sueño de pureza los seguía atormentando y terminó convertido en pesadilla.
Esa contradicción entre el amor por el poder de este mundo, y la promesa cristiana de un mundo mejor, les hizo desarrollar cierta neurosis que la dictadura que truncó sus vidas no permitió expresarse totalmente. Exiliados, torturados, acallados, aprendieron de sus errores y volvieron a la política y la democracia sin la pretensión de llevar a la tierra el reino de los cielos.
Montes, que sufrió todos los dolores de la dictadura y que, a diferencia de muchos de sus compañeros de generación, siguió haciendo trabajo de base, parecía ser el mejor hijo de esa generación. Era, entonces, lógico, que le enseñara a la que nos gobiernan, todo lo que aprendió del dolor, la exclusión, pero también de la política parlamentaria.
Esperar eso era sin embargo olvidar que lo que une a la generación que nos gobierna y la del MAPU, es sobre todo esa neurosis esencial entre la redención y el poder, entre el origen privilegiado y la sensibilidad social. Y el santo que se corrompe por el bien del proyecto colectivo, y la plata que marea y la política que se interpone con la pureza.
“Que no sepa tu mano derecha lo que hace tu mano izquierda” dice la Biblia. Esta frase se puede aplicar a la perfección a la gestión del ministro Montes, que parece no entender casi nada de lo que pasa en su ministerio, un ministerio que era, al parecer, el cajero automático favorito de los dirigentes del Frente Amplio.
Esta disonancia cognitiva entre lo que veo y lo que quiero ver, entre lo que denuncio y lo que paso por alto, le permite no ver lo que todos ven con meridiana claridad: Que el ministro Montes no solo no es parte de la solución del caso Fundación, que no es solo parte del problema, sino que se ha convertido en el problema.
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