Julio 15, 2023

Perfil: Marco Antonio Ávila, un hombre con suerte. Por Rafael Gumucio

Escritor y Columnista
El ministro de Educación Marco Antonio Ávila (al centro, en la imagen) tras el rechazo a la acusación constitucional en su contra. Foto: Agencia UNO.

Las “batallas culturales”, que son un verdadero suicidio intelectual para los países en que se inician, han conseguido no solo salvarle la piel al ministro Ávila, sino recubrirlo de una inmunidad que nadie podía esperar hace un año. Haga lo que haga, o más bien siga haciendo lo que sigue sin hacer, Marco Antonio Ávila es el ministro “inhundible”, el único que, en cualquier combinación ministerial, no puede dejar su cartera.


Si fuera a algún casino con el ministro Marco Antonio Ávila, no tendría duda en apostar a las mismas fichas y colores que él. Porque si algo ha demostrado el ministro de Educación de Revolución Democrática es ser dueño de una enorme suerte. Tan grande, que el hecho de ser militante de este último desprestigiado partido, ni siquiera le ha hecho mella a la hora de convertirse en el gran sobreviviente de la nueva izquierda, el primer éxito del que puede felicitarse el gobierno después de semanas infames.

Simpático, gentil, articulado, profesor de Castellano de mí misma alma máter, (El Blas Cañas, pobre pero no tan honrado), todos pensaban que no iba a sobrevivir el cambio de gabinete de marzo pasado. En un ministerio donde este gobierno de estudiantes necesitaba éxitos espectaculares, el ministro solo arrastraba polémicas, colegios con alumnos golpeando a otros, profesores aterrados de sus alumnos, y malas notas en todos los test nacionales e internacionales.

Una discusión acalorada con la diputada Viviana Delgado que terminó con una baja de presión de ella, cambió bruscamente su suerte. El uso del incidente que hizo Pamela Jiles de alguna manera blindó al ministro. Echarlo después de haber sido objeto de una especie de chantaje de conventillo, habría sido un deshonor que el presidente supo con lucidez evitarse, dejando en el gabinete uno de su más cuestionados secretarios de estado.

La acusación constitucional de la que fue objeto estas semanas el ministro Ávila, corrió la misma suerte. Sustentada en endebles bases jurídicas, mezclando todo con todo, intentaba hacer patente que la gestión del ministro no había desde, su casi expulsión de marzo, mejorado en casi nada.

Tengo dudas que un ministro de Educación, por más ilustrado y enérgico que sea, pueda navegar a bien ese Titanic en búsqueda de un iceberg, que es el ministerio de Educación. Pero es cierto que las prioridades del ministro Ávila cuando no son confusas, son discretas y que la educación pública pasó de ser una posibilidad a ser un estigma y que dos generaciones destruidas por la educación en línea dan vuelta por las salas de clase sin saber cómo se habla con los compañeros y menos con los profesores.

De nada de todo eso se habló en la acusación constitucional contra el ministro que giró en cambio al tema de con quien él se acostaba o no. Algo que nunca se le preguntó al ministro Paris, quien vivió su homosexualidad en público en perfecta calma, se convirtió en la obsesión un grupo de parlamentarios, quizás porque Paris era ministro de un gobierno de derecha, o quizás porque Ávila es el único ministro de este gobierno de clase integralmente media, morena, gentil, esforzada de este gobierno.

Porque hay, sin duda en esta homofobia galopante, algo también de clasismo, la sensación de que el ministro lleva en si dos enfermedades que los cavernarios juzgan como altamente contagiosas: La homosexualidad y la pobreza, o en el caso del ministro Ávila, la simple sencillez esforzada de la que viene el 90% de los profesores de este país.

Personajes tan poco edificantes como Marcela Aranda hicieron gala de su muy estudiada total ignorancia. La diputada Cordero aprovechó de despegar su mar de adjetivos descocidos con los que logró espantar hasta a sus partidarios. La defensa de Ávila se convirtió en la defensa de la decencia, la mínima defensa de no meterse en una cama a la que nadie los invitó, y comprender lo que cualquier persona haya vivido de cerca la homosexualidad, en su vida o en la de sus cercanos: que no hay nada tan normal e inevitable como el deseo y que, sobre este, cuando se trata de adultos, no nos queda otra que suspender cualquier juicio.

¿Por qué si saben que van a perder y hacer el ridículo, diputados de la república invitan igual a hablar a personajes como Marcela Aranda? ¿Qué ganancia hay en la insistencia en hacer explicar a Ávila lo único que no tiene por qué explicar (su vida sexual) y pasar por alto todo lo que no está haciendo bien? ¿Qué lleva a tantos fanáticos sin medidas, mucho de ellos calmados y normales en otros temas, en insistir una y otra vez en esa “batalla” cultural, cuando saben que perdieron la guerra?

Para entender al fanático hay  que, sin embargo, entender justamente eso: que para el fanático perder y ganar no es lo mismo que para el resto de los mortales. Perdieron la acusación constitucional, dividieron a la oposición, le dieron al gobierno algo con qué olvidar el caso Convenios, pero en su fuero interno sienten que algo “quedó” de todo esto, que Ávila quedó marcado, que lo hicieron pagar por “sus pecados”.

Los fundamentalistas refuerzan en las batallas perdidas el carácter de mártir incomprendido por los poderosos de siempre. El odio intenso, el insulto perpetuo que reciben los une más, consiguiendo, en los que aman lo prohibido, adherentes nuevos.

Los fundamentalistas no quieren tomar el poder. Solo quieren convencerse de que ellos son los buenos y el resto los malos. En eso se parecen a sus enemigos gemelos “los progresistas”. Nada va a cambiar, saben los progresistas y los fanáticos del bus de la Libertad.

La revolución es imposible, como el retorno a la Edad Media tampoco es probable. Por eso no queda más para animar sus pobres vidas y sus más pobres mentes, que agitar las batallas culturales. Monstruosas cuando quieren prohibirte ser quién eres, ridículas cuando quieren obligarte a ser quién no sabes todavía quien eres. Inútil cuando de dedican, como en las guías sexuales de este ministerio y el anterior y el ante anterior, a normar el deseo y darle nombres inventando en la academia del país más machista y patriarcal de occidente.

Absurdo es que un colegio intente suplir una educación afectiva, que no es su trabajo y en que no puede hacerlo mal. Más absurda es la idea de que los niños y jóvenes deberían carecer de deseos e impulsos sexuales y llegar peinados e inocentes, esa inocencia que por suerte no existe más que en la impura cabeza de quien quieren limpiar a los otros de sus propias descomedidas fantasías.

Estas “batallas culturales”, que son un verdadero suicidio intelectual para los países en que se inician, han conseguido no solo salvarle la piel al ministro Ávila, sino recubrirlo de una inmunidad que nadie podía esperar hace un año. Haga lo que haga, o más bien siga haciendo lo que sigue sin hacer, Marco Antonio Ávila es el ministro “inhundible”, el único que, en cualquier combinación ministerial, no puede dejar su cartera.

Espero que el ministro aproveche este tiempo sin cuestionamientos para hacer cambios profundos que queden. Dudo mucho, esto sí, que esto esté entre los proyectos del sobreviviente nato, el hombre con más suerte de la política reciente.

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