“El que no tiene principios no tiene fin”, decía Vicente Huidobro. Franco Parisi es quizás la ilustración más visible de esta máxima. Al volver a Chile después de un acuerdo económico con su ex pareja, admitía de facto que la orden de arraigo por no pago de la pensión alimenticia de sus hijos era el motivo de su ausencia. Información que había calificado de infamia, acusando a todos los que la difundieron de mentirosos.
También admitía que eran mentiras las excusas que había inventado para no volver al país antes. Excusas que incluían un falso examen de COVID “no concluyente” cuando la pandemia nos preocupaba a todos y una serie de obligaciones académicas que, desvinculado de todas las universidades norteamericanas por variados escándalos, tampoco existían.
Mintió entonces sobre su su trabajo y sus ingresos. Prometió venir al país—yendo hasta el aeropuerto— sin tener la intención siquiera de hacerlo. Nada de eso hizo mella sin embargo en Franco Parisi, que consiguió en su reciente viaje a Chile todo lo que buscaba: reorganizar su partido en vista del proceso constituyente, salir en la prensa hasta por los codos y alabar a Pamela Jiles y el alcalde de la Florida. Aunque pronunció su apellido en el inglés en que piensa desde que estudiara en la Universidad de Georgia, en los años 90.
Como sucedió con Trump, los periodistas enfrentan con Parisi un imposible. Denunciar sus trampas, dejar a la vista su nulo aporte intelectual, o sus torpes y acomodaticias ideas políticas no desanima a sus seguidores, sino que los enardece más.
No escribió un libro o paper importante, porque es inteligente, piensan los adeptos. Todo lo que propone fracasa en todas partes, justo porque no lo dejan hacerlo bien. No hay manera de argumentar porque Parisi tampoco argumenta, solo sonríe e inventa sobrenombres.
Se dedica al bullying hasta que lo bullean de vuelta y vuelve a ser la víctima que “incomoda a la elite”, aunque pretenda vivir de sus militantes que son ante todo y, sobre todo, sus clientes a los que les vende excusas, generalizaciones, e infundios último modelo.
Parisi, el que nos dice cómo invertir y triunfar, ha fracasado en todo lo que ha emprendido, menos en el difícil negocio de vender su propia imagen. Si no midiera un metro noventa y no hubiese heredado los rasgos de su familia siciliana, Franco sería como su hermano Antonino, un genio loco escondido pagando cuentas impagadas.
Habla directo a la cámara, te dice la verdad que todo el resto no quiere que sepas con una sonrisa de niño feliz crecido en el seno de una familia también feliz de Las Rejas. Por eso termina sus videos donde no hace más que repetir lo que sale en cualquier sitio de noticias económicas con un “Franco”, que es su nombre, pero también su marca de fábrica.
Franco Parisi es prueba viva que la desconfianza es cualquier cosa menos desconfiada.
El que descubre que todos los políticos que parecen honestos son en el fondo ladrones, está dispuesto a creer que los pocos políticos que roban a plena luz del día son, en el fondo, honestos. Después de todo, lo que molesta no es que roben o mientan, sino que se lo escondan y no les “salpique” algo de lo robado. El que no lo esconde entonces es valiente y “franco”. Es “nuestro” estafador, el que habla nuestro idioma, el que no nos mira feo, el que lleva sobre sus hombros la sombra del desprecio del que hemos sido víctima por no hablar el lenguaje de la elite.
La clave del poder de Parisi, y el de Trump y el Bukele y el de Meloni, está en que abrazan y perdonan a una clase media que vive aprisionada entre “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Porque la meritocracia ha sido siempre la máscara amable de otro fenómeno que es la atomización moral de una clase media que ha aprendido a desconfiar de los amigos, los partidos, los sindicatos, las iglesias, para creer solo en sí misma. En ti mismo, pero no en tu fuerza o tu resistencia, sino en la astucia que le permitiría ganarles a esos “tontos” que pagan y trabajan de sol a sol.
“Evadir, no pagar, otra forma de luchar”, decían los muros del 18 de octubre, pero decían también que solo “los weones pagan”. Idea, la de no ser “el huevón que paga”, que está en el centro del malestar del Chile contemporáneo, aunque los sociólogos de alma pastoril no quieran decirlo así.
La delincuencia, es, por cierto, un tema que no puede dejar de preocuparnos, pero más me preocupa que seamos casi todos moralmente delincuentes potenciales antes siquiera de robar un lápiz o matar un vecino. “Bad Boys” que creen que hecha la ley hecha la trampa y quieren más retiros sin importar que la economía entera se vaya a la mierda. Idea, esta de los retiros, que difundieron en la televisión justo los hermanos Parisi, en esta versión circense de la economía que tanto daño nos hizo como sociedad.
Aunque eran quizás solo la voz de un problema esencial a un tipo de sociedad que crea en su corazón individuos “antisociales” que piensan el mundo como un enorme complot en su contra. Parisi, que representa lo lejos que se puede llegar cuando la vergüenza y el pudor no interrumpe la fiesta, es entonces un perfecto refugio para el que no quiere someterse ni siquiera a la ley de la gravedad. Alguien que nadie más que el cansancio, el suyo y el de sus víctimas, podrá parar.
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