Tras el estallido social, pocas cosas llegaron a ser más populares y sentidas por la población como cambiar la Constitución. Igualdad, dignidad, derechos sociales y nuevo pacto social eran asociaciones recurrentes por esos meses a la idea de cambio constitucional. Una mayoría de la sociedad sintió, por un tiempo, que sus angustias cotidianas podían ser atenuadas si se cambiaba la Carta Magna. Era el apogeo del “momento constituyente”.
Han pasado cuatro años desde aquel entonces. Cuatro años en que el país ha ensayado dos veces, uno por izquierda y otro por derecha, cambiar la Constitución bajo la misma promesa del mundo político: una reforma altamente consensual metaforizada como la casa común o una que nos una.
Por más que lo intentamos, el hecho es que fracasamos. Aunque se llegase a aprobar la segunda propuesta que votaremos el próximo diciembre, el objetivo no se habrá cumplido. Tendremos una Constitución nacida en democracia, pero partisana, votada “A favor” por buena parte de la derecha y “En contra” por toda la izquierda.
Un fracaso más de la política que, como contracara acrecienta la frustración de una sociedad que ha confirmado sus juicios relativos a la incapacidad, o más bien el desinterés, de los políticos por alcanzar acuerdos más allá de sus propias fronteras ideológicas.
Una ciudadanía a la que, en paralelo, se le ha desdibujado por completo la ilusión de que los problemas del país pasan por tener una nueva Constitución y que ya no ve dónde depositar sus esperanzas. Por lo mismo, poco le importa votar y qué votar en diciembre. Por lo mismo, se ha distanciado de una causa que percibe politizada y ha vuelto a acumular rabia contra la clase política. Rabia que, entre otras cosas, alienta el “En contra” a todo lo que de ahí venga.
Visto así, aunque nos -o me invada- una desagradable pesadez, necesitamos preguntarnos por qué fracasamos. Y claro, respuestas habrá muchas y de todo tipo.
Sugiero una. Fracasamos los que aspirábamos a una propuesta constitucional que traspasara las fronteras de izquierdas y derechas porque triunfó la polarización. Me dirán que la polarización y sus derivas populistas son fenómenos mundiales, precisamente por la falta de respuestas de las democracias liberales. Y es probable que así sea, pero no por ello vamos a aceptarla como inevitable y dejarnos arrastrar por esta como ha sido estos últimos años.
La polarización está triunfando porque el centro político, de izquierda y derecha, no han tenido ni la potencia electoral ni la voluntad política de disputarle la hegemonía a los grupos más extremos. Eso es lo que acaeció durante el primer proceso y ha vuelto a ocurrir en esta segunda intentona.
El juego de la polarización de las élites durante estos cuatro años ha ido, además, calando peligrosamente a la sociedad, dando pasó al juego emergente de las pasiones por sobre las razones entre la población. La ciudadanía quería una constitución de consenso hasta que entendió que eso era imposible y se empezó a sumar a las tribus más extremas, aquellas donde ya no importa dialogar ni concordar, sino mantenerse en una caja de resonancia.
El centro político no es víctima sino responsable de ello. Timoratos e incapaces de rebelarse antes las funas y críticas de sus polos han dejado avanzar este ambiente polarizador. Como planteó recientemente David Gallagher en Influyentes de CNN, el centro debía golpear la mesa. Pero no tuvo ni el liderazgo ni la convicción para hacerlo. Por eso, en ambos procesos se impuso lo altisonante, la barra brava de unos y la estridencia de otros. Ganaron las respuestas fáciles, lo vaporoso, lo pasional, aquello que por definición es temporal, cortoplacista, incapaz de arraigar acuerdos constitucionales de largo plazo.
Se podrán esgrimir cientos de razones y expresar un sinnúmero de emociones, pero el hecho es que ni la centroizquierda hizo lo necesario para encontrar una “casa común” ni la centroderecha para tender los puentes a la orilla de “una que nos una”.
Luego de cuatro años, es hora de aceptar que el centro político ha sido sometido por sus extremos, diluyendo peligrosamente su identidad y sus opciones de diferenciación frente a dinámicas confrontacionales e identitarias.
La pregunta queda botando, ¿qué harán la centroizquierda y la centroderecha después del 17-D?
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