En estas horas, en las que se concentran tantas emociones y recordamos muchos rostros entrañables, asociados a la tragedia de hace 50 años, es indispensable tener presente a un hombre que dio testimonio de humanidad en tiempos de inclemencia: el cardenal Raúl Silva Henríquez.
Consumado el derrumbe institucional, que incluyó la abdicación de la Corte Suprema de su deber esencial de proteger las garantías individuales, el cardenal no dudó en asumir, a la cabeza de la Iglesia Católica, lo que consideró su mandato irrenunciable: defender la vida humana en momentos en que el Derecho se había convertido en una palabra vacía, abogar por el trato digno a los prisioneros políticos, tender la mano a los perseguidos.
El 24 de septiembre de 1973, Silva Henríquez acudió al Estado Nacional, lugar en el que llegaron a concentrarse más de 7.000 detenidos. Ese día, entró a los camarines para entregar un mensaje de aliento a quienes estaban allí, anotó nombres y recados para los familiares, y no pudo evitar quebrarse ante el sufrimiento que vio.
Luego, se le permitió dirigirse a las tribunas y hablar por un micrófono a los demás presos: “Quizás muchos de ustedes no me conocen. Me llamo Raúl Silva Henríquez. Soy cardenal de la Iglesia Católica. Soy representante de una Iglesia que es servidora de todos, y especialmente de los que están sufriendo. Quiero servirlos, y como el Señor, no pregunto quiénes son ni cuáles son sus creencias o posiciones políticas. Me pongo a disposición de los detenidos. Cualquier cosa, háganmela saber”.
Primero, con el Comité Pro Paz, en el que se asociaron varias iglesias para demandar respeto a los derechos humanos (y que debió disolverse en 1976 por presión de Pinochet), y luego con la Vicaría de la Solidaridad, del Arzobispado de Santiago, Silva Henríquez estuvo a la cabeza de la prolongada lucha por levantar un muro de contención a los abusos y los crímenes.
En esa batalla, participó mucha gente merecedora de todos los reconocimientos: sacerdotes, religiosas, abogados, médicos, asistentes sociales, enfermeras, muchas personas abnegadas, a las que animaba el deseo de servir al prójimo. En tal contexto, es justo recordar a otros obispos que no vacilaron en correr riesgos personales al denunciar la represión, como Fernando Ariztía, Enrique Alvear, Carlos Camus y otros.
La acción de la Iglesia en favor de los DD.HH. originó campañas muy odiosas en su contra de parte de los medios de comunicación alineados con la dictadura (casi todos), las que estaban planeadas desde el aparato oficial de propaganda. A Pinochet le exasperaba que la Iglesia no retrocediera ante la fuerza. En 1979, en un momento difícil de las relaciones con el gobierno, en el que habían arreciado los ataques a la Iglesia, el cardenal fue entrevistado por la revista HOY. Esa vez, dijo:
“Nuestra tarea ha sido representar la vigencia de ciertos principios inderogables; la vigencia de ciertos derechos que nadie puede transgredir, ni tampoco la autoridad, ni en tiempos de paz, ni en tiempos de guerra. No siempre hemos sido oídos, y a veces hemos sido mal interpretados. Hemos tratado de hacerlo con prudencia y caridad”.
“A nosotros no nos toca imponer soluciones: exhortamos, tratamos de persuadir, suplicamos, señalamos el camino que nos parece que es el único que lleva a la felicidad, a la comprensión y la paz en nuestra tierra. Estamos hechos, Dios lo ha querido así, para servir, para sacrificarnos por el bien de los demás. Seguiremos haciéndolo, sin animosidad ni predisposición contra nadie, cualquiera que sea el eco que encontremos”.
La Iglesia dio un ejemplo de humanismo activo y coraje cívico en una época en la que otras instituciones históricas optaron por no crearse problemas con el régimen. Demasiada gente con poder económico prefirió cerrar los ojos ante la barbarie de los aparatos de represión, cuya expresión más estremecedora fue el asesinato de prisioneros (los detenidos desaparecidos).
La lección moral que nos dejó Silva Henríquez es diáfana. Frente a la defensa de los derechos humanos, no caben las actitudes acomodaticias, cuando todo se hace depender de quiénes son las víctimas y quiénes son los victimarios.
La prueba de coherencia en este ámbito es la defensa de los derechos de quienes no piensan como uno, e incluso muy distinto de cómo piensa uno. Defender los derechos de los camaradas o correligionarios, de los creyentes de la misma fe, es lo que se espera. Lo desafiante es defender los derechos de los adversarios, y no buscar coartadas para justificar aquí o allá los atropellos contra la dignidad humana que se cometen en nombre de la patria, Dios o la revolución.
La historia muestra que no pocas causas nobles han sido desvirtuadas y desnaturalizadas. No podemos aceptarlo en el caso de los derechos humanos. No se los puede defender honestamente, y a la vez alentar el vandalismo. No se los puede levantar como consigna y, al mismo tiempo, fomentar la violencia como método político. La posibilidad de asegurar su plena vigencia es la democracia.
Después de tantos avatares, y necesitados como estamos de aprender de nuestros errores, no hay duda de que el cardenal Silva Henríquez nos sigue acompañando.
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