Agosto 7, 2023

La generación perdida. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista
Imagen: cuenta de Instagram de Giorgio Jackson.

La generación perdida chilena no aprendió, por suerte, nada de eso, pero sí es depositaria de esa mezcla rara de desconfianza extrema y extrema confianza, el culto al adanismo juvenil, el amor por la improvisación, la falta de rigor intelectual y la perdida absoluta del sentido de la responsabilidad que han caracterizado la sociedad chilena de las primeras décadas del 2000. Hijos de la abundancia y la posmodernidad, de la información en redes sociales y el integrismo que surge como reacción a él.


Es quizás demasiado pronto para calificar a la generación que llegó a la fama en las marchas del 2011 y al gobierno el 2021 como la generación perdida. De alguna manera, con todos sus tropiezos y picardías, han logrado mucho más que la generación que los antecedió. Pero es difícil no ver que algo profundo falló y sigue fallando en el modo en que asumen la realidad los Giorgios, las Camilas, los Gabrieles y otros senadores Latorres, y diputadas Orsini, Pérez e Ibáñez del montón.

¿Dónde está la falla? Todas las generaciones se corrompen y todos los partidos tienen vergüenzas que hacerse perdonar, pero esta generación entró en política justo cuando se hizo la luz sobre la más grande red de financiamiento ilegal de la política. Crecieron también mientras se destapaban los escándalos de colusión y abusos sistemáticos que hicieron ver el otro lado del “milagro chileno”. No solo estaban advertidos del peligro de meter las manos, sino que hicieron suyo, el no ser parte de esa manera de hacer política y de hacer empresa, su principal característica. Esa fue, de hecho, su única ideología, en vez de “la ideología de la corrupción”, la ideología de la incorruptibilidad.

¿Por qué hicieron exactamente lo que denunciaron como fatal en sus mayores?

Es cierto que no le pidieron nada a las grandes corporaciones porque las leyes que se promulgaron después de los casos más bullados de financiamiento de la política no dejaron esa posibilidad, pero se comportaron con el Estado como un hijo adolescente se porta con la tarjeta de crédito del papá. ¿Por qué? La simple maldad de la política, la corrupción de la naturaleza humana solo explica parcialmente esa caída generalizada, y la generalizada red de confusión, egoísmo, victimismo, con que se dejan caer unos a los otros o buscan en un tercero, en general mayor de edad, un chivo expiatorio en que descargar sus culpas y seguir como si nada.

Generación perdida fue el nombre que se autoasignaron un grupo de escritores norteamericanos que, aprovechando la potencia del dólar, vivieron en Paris entre las dos guerras. Hemingway, Scott Fitzgerald, Dos Passos y compañía eran lo contrario de unos vagos, pero si habían decidido desertar de la obligación de hacer cualquier otra cosa que no fuera escribir sus novelas, casi todas magistrales. No eran marxistas, no eran capitalistas, la primera guerra mundial les había quitado el hábito de creer en cualquier otra cosa que no fuera su arte. En cierto sentido la bastante paupérrima producción artística de la generación que nos gobierna, podría hacernos creer que no tiene nada que ver con la generación perdida de los Estados Unidos.

Mientras estos escritores hacían de su falta de fe un emblema, que abandonarían con la guerra civil española, la generación de la Camilas y los Giorgios hicieron gala de creer en todo. ¿Creer en todo? ¿Pero en qué? ¿En la revolución? ¿En el socialismo? ¿En el mercado? ¿En la democracia? Si, no, no tanto, poco o nada. Los manifiestos y documentos de sus partidos y movimientos están llenos de términos terminados en ismos que se contradicen y anulan entre sí. Creer en todo ¿no es una forma de creer en nada?

Se dice mucho que esta es la generación más educada y preparada de la política chilena. Creo que es el primer supuesto que habría que poner en duda. Es cierto, la mayoría tiene doctorados y algunos en prestigiosas universidades del primer mundo. Su rebeldía, su feminismo, su autonomismo, su ecologismo, su formación moral y política se enraíza en la universidad de cuyas federaciones y centros de alumnos fueron casi todos dirigentes. Y es quizás la razón de su falla estructural. Por supuesto la universidad no es necesariamente una fuente de ignorancia, pero no lo es tampoco de conocimiento. Más aún cuando se estudia en ellas ciencias tan improbables como la sociología, la ciencia política, la economía y más aún los estudios de géneros o los estudios decoloniales.

Ser magister en rap, o cultura hip hop no te hace más sabio en ella que un hip hopero del Bronx o de Pudahuel. Doctorarse en rebeldía, aprender a ser negro o latino en universidades privadas financiados por blancos ricos, resulta un contra sentido evidente. Las tesis son eso: tesis, es decir verdades por probar. La universidad es por esencia elitista y burguesa, si finge no serlo está mintiendo. Es imposible ser un buen médico, un buen ingeniero, o un buen filólogo sin pasar por la universidad, pero se puede perfectamente ser un buen actor, filósofo, escritor y político fuera de la academia. El conocimiento, por supuesto nunca está de más, a no ser que lo que se imparta como tal sean opiniones o prejuicios de moda, ideas aventuradas, idiolectos incomprensibles, que es por cierto en lo que se han ido especializando las facultades de ciencia sociales y humanidades de las más prestigiosas y anglosajonas universidades del mundo.

Guardando las proporciones, la Alemania de los años treinta vivió la misma paradoja. Hitler era un vago, y Röhm y Göring también, pero la mayoría de los escalofriantes prejuicios de Himmler, Goebbels, Speer, y Mengele los habían aprendido en la universidad, la misma en que llego a ser rector Heidegger y donde nunca enseñaron ni Marx, ni Freud, ni Nietzsche. O más bien había algo que no aprendieron ni ahí ni en la educación pública y de calidad alemana, que era justamente la tolerancia, la humildad intelectual, la rectitud, la honestidad, la paciencia. En vez se les enseñó obediencia, fanatismo, nacionalismo, biología y antropología racial.

La generación perdida chilena no aprendió, por suerte, nada de eso, pero sí es depositaria de esa mezcla rara de desconfianza extrema y extrema confianza, el culto al adanismo juvenil, el amor por la improvisación, la falta de rigor intelectual y la perdida absoluta del sentido de la responsabilidad que han caracterizado la sociedad chilena de las primeras décadas del 2000. Hijos de la abundancia y la posmodernidad, de la información en redes sociales y el integrismo que surge como reacción a él.

Por cierto, nada de eso es privilegio de esta generación que sigue siendo, insisto, la única que tuvo el valor de dar la cara e intentar lo que la mía nunca se atrevió a intentar. La que viene después de esta no muestra ningún interés en la cuestión pública. La generación del presidente Boric se expuso. Para mí es eso lo que no permite diagnosticar su pérdida total, al equivocarse en público, al exponerse a ese descredito, al ser con toda exageración, culpada de todos los crímenes, puede que aprender lo que nuestro sistema educacional y nuestro sistema familiar no les enseñó a tiempo.

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