En 1991 el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación -Rettig- recomendó a los chilenos medidas para prevenir nuevas violaciones a los derechos humanos o activar su protección desde la institucionalidad pública. En 2009 se dio inicio a la creación del Instituto Nacional de los Derechos Humanos, concebido como una institución autónoma del gobierno, del Congreso nacional y de los tribunales de justicia para promover el respeto a los derechos humanos en el país y monitorear el quehacer del Estado en este ámbito.
Entre sus funciones está emitir un Informe anual sobre la situación de los derechos humanos en Chile -Informe anual que ha llamado la atención sobre vulneraciones a los derechos de las personas en situación de cárcel, de los niños, niñas y adolescentes, de los migrantes, entre otros-, resguardar la documentación y testimonios de las víctimas recogidas en los informes de verdad, especialmente Comisión Valech I y II y, esencial para cumplir su cometido, iniciar acciones legales ante los tribunales por crímenes de lesa humanidad, torturas y otras prácticas prohibidas.
A partir de la crisis de octubre 2019, el INDH se vio exigido al límite de sus fuerzas, monitoreando en las calles las manifestaciones y la respuesta policial e interponiendo acciones judiciales en apoyo a 3.046 personas, las que lamentablemente han conocido un escaso avance. Resulta frustrante para las víctimas de daño ocular especialmente, la lentitud de la investigación de las causas y el pobre avance de la fiscalía y los tribunales, lo que atenta contra la superación del trauma social y la debida reparación que el Estado debe a las personas.
La labor del INDH, sin embargo, ha sido reconocida y respaldada por organismos internacionales y por el Congreso Nacional que aprobó un aumento importante de su presupuesto 2022 para sus programas de acompañamiento a las víctimas del estallido de 2019.
Esta importante labor se ha visto afectada por conflictos internos y por la toma de la sede central del organismo por parte de una organización de estudiantes secundarios, ACES, a la cual se han unido otras entidades, por un lapso de tiempo que ya se acerca a los seis meses y que ha convertido la sede de una institución pública, donde se resguardan documentos que afectan la privacidad y la posibilidad de justicia para muchas personas, en un lugar de fiestas nocturnas, recitales y manifestaciones que convierten la sede del INDH en una suerte de chingana contemporánea.
Agravando la situación, en los últimos días los ocupantes han anunciado que no devolverán la sede al INDH, para convertirla en “un lugar bajo control del pueblo” (o sea, de ellos), y dan un plazo de algunas horas para que funcionarios del Instituto retiren los archivos que allí se resguardan.
La toma y la retórica de los ocupantes desafía abierta y frontalmente a la institucionalidad pública de los derechos humanos y sienta un precedente grave para el gobierno, encargado de velar por el respeto al estado de derecho, y para el directorio del INDH, encargado de velar por el resguardo de una documentación invaluable. La pasividad tan prolongada frente a un hecho flagrante revela complicidad y estimula -como lo hemos visto en la experiencia de nuestro país- acciones del mismo tipo en otros frentes.
Esta incapacidad del INDH para solucionar esta situación, recuperar su sede nacional y sus archivos es el reflejo de una crisis de la institución. Por cierto, las demandas de los ocupantes deberían hacerse a quienes tienen la competencia para abordarlas, atribuciones que escapan completamente al INDH. El problema del Instituto es más de fondo. Detrás de este inmovilismo frente a la toma están los límites que tiene la dirección ejecutiva por las contradicciones y disputas que se han venido acumulando en la institución, con parte de un directorio y funcionarios que resisten por razones políticas la gestión actual. Ciertamente se trata de una crisis del diseño institucional que debiera ser abordada legislativamente resguardando sus principios, su eficacia, su autonomía y su pluralismo.
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