Nunca me sentí víctima de la dictadura. La padecí, pero siempre tuve claro que no era víctima. Las víctimas habían sufrido tortura, muerte y desaparición propia o de familiares. También exilio.
Si bien nada de ello me tocó personalmente, las historias que me llegaban escuchando a adultos, con los rodeos y cuidados con que hablaban de la dictadura frente a los niños -no fuera que éstos ingenuamente se fueran de lengua-, hacían que mis 11S fueran tristes, grises, angustiosos.
Cuando joven, y con un juicio formado sobre el golpe, festejé a rabiar la llegada de la democracia, confiado en que la alegría venía. La falta de democracia, no haberla conocido, envolvía a mi generación en un ingenuo halo de idealización y falta de distancia crítica que terminaría siendo torpe. Pero ese es otro tema.
El tema es que la evocación del golpe siempre siguió siendo un momento más bien íntimo, de reflexión y memoria. Para los 30 años, el expresidente Lagos dio un primer paso abriendo públicamente una conversación sobre el día del golpe: “es un día para la memoria, para hacernos cargo con madurez de aquel momento de nuestra historia. No es este un momento para el análisis, sí para manifestar la voluntad de ello que no debe volver a ocurrir en nuestra historia”. Nótese que Lagos desincentivaba el análisis histórico en favor de la memoria y el nunca más.
En otra parte de su discurso, abandonando la pretensión de una historia compartida, Lagos señala: “es un momento para la reflexión donde cada día más ese dolor se convierte en memoria de todos los chilenos, en memoria compartida, aunque no necesariamente común”. Lagos hace una diferencia entre historia y memoria como si intuyera que el camino de lo común era la condolencia con las víctimas antes que el relato sobre el golpe y sus causas.
Los 30 años lograron instalar un “nunca más” transversal, al punto que para los 40 años el expresidente Piñera habló de los “cómplices pasivos”.
Por eso es que cuando el presidente Boric creó mediante decreto supremo una “comisión asesora presidencial interministerial para la coordinación de la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado en Chile”, me inquieté.
El gobierno, en el momento de mayor polarización política desde la vuelta a la democracia, y en medio de una confrontada discusión constitucional, definía un ambicioso plan para la conmemoración, con un equipo encargado y un comité interministerial que sesionaría por un año.
Al dotar la conmemoración de esa contundente entidad, pretendiendo convertirla en un hito histórico para su gobierno ¿imaginaría el mandatario que los 50 años eran el momento propicio para apostar por un relato común? ¿Un momento para intentar pasar de la memoria, subjetiva e íntima a una historia objetiva y compartida? Me inquieté más cuando dobló su apuesta en la última cuenta pública porque intuí -está escrito- que pasaría lo que está pasando. Que una vez más el gobierno no leía bien el contexto discursivo y sociopolítico de su tiempo.
Es que vivimos un tiempo impropio para aspirar a una historia compartida. Uno donde campea la polarización como nunca desde la vuelta a la democracia y donde la conmemoración se mira con distancia e indiferencia ciudadana. Un tiempo que clama por autoridad y autoritarismo, uno en que Pinochet alcanza su mejor evaluación desde la Transición al igual que la justificación ciudadana del golpe.
Todas esas subjetividades, bien reflejadas por las encuestas (supongo también las del gobierno), han sido acompañadas de una discusión político-académica que no se había dado con la fuerza pública de ahora. Una que releva la visión histórica para confrontarla con la memoria, una donde se invita a mirar sin anteojos ideológicos el golpe, sus causas y la responsabilidad que a la UP y al presidente Allende también le cupo. Ya no sólo la de las Fuerzas Armadas, la derecha, la CIA, las (al menos) 11 conspiraciones y los medios. Una mirada sistémica de ese tiempo, donde la irresponsabilidad colectiva incidió en el bombardeo a La Moneda.
Hasta ahora, no había habido espacio para explicar, menos para justificar el golpe. Incluso intentar explicar era visto como forma de justificar. Hasta ahora, no habíamos vivido tiempos de historia, sino sólo de memoria.
¿No hubiese sido más sensato, empático y concreto centrar la conmemoración en el plan nacional de búsqueda que hasta ahora ha pasado desapercibido? Las víctimas, la muerte y la masacre son hechos irrefutables sobre los cuales es alcanzable un “nunca más” compartido. Porque la historia previa, las causas que llevaron al golpe son, desde ahora, un terreno narrativo en disputa.
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