“Insoportable al oído y al alma”: el género urbano no es más que escoria sonora. Por Lucy Oporto Valencia

Ex-Ante

Fiestas, drogas, armas, prostitución, pornografía y escoria sonora: en esto consiste la pseudoestética expansiva del crimen organizado y su barbarie, que se despliega en un proceso paralelo de captación de clientes y adeptos. Si acaso el surgimiento de una variante del octubrismo y su victimismo asociado, oportunista y mafioso, nunca extinguidos del todo.


La criminalidad se radicaliza en Chile, por mucho que las cifras pretendan lo contrario, intensificándose en términos cualitativos.

Esto se hace patente no sólo en el terrorífico avance del crimen organizado, sino también en persistentes pseudoestéticas que se placen en la impostura, la decadencia y la anomia, tales como el llamado género urbano, además de otras manifestaciones lumpenescas que, incluso, se han adjudicado fondos públicos, como la exposición de Danny Reveco, en Valparaíso, que derivó en querellas por robo.

DJ Lizz (1992), cocreadora del neoperreo, atribuye el origen de la llamada música urbana, en Chile, a “las ganas de surgir” y de “tener lo que nunca tuviste”. Según ella, la legitimación social de este género tuvo lugar en el marco del llamado “estallido social”: “Cantarle al barrio, a las vivencias de la población, a las armas y las drogas se había validado” (latercera.com, 21. 1. 24).

Pero su impronta acomodaticia, conformista e interesada, es ostensible: “Detrás de eso hay una cosa muy importante que no tiene que ver con el capitalismo, sino con la realización personal que se ve satisfecha con el consumo”.  (terceradosis.cl, 1. 12. 23).

Dicho género ha sido considerado como contracultura, expresión de lucha social, cuestionamiento al orden, forma de agitación e, incluso, de insurrección. Por ejemplo, a propósito de Peso Pluma: “Hay algo de guerrilla y subversión en su propuesta, un camino divergente que agita la chatura del pop latino” (latercera.com, 4. 12. 23).

Pero, a quienes le atribuyen ese rango, Alberto Mayol responde acertadamente:“La narcocultura no es contracultura. Es una impugnación al Estado en nombre de los valores de la sociedad de consumo” (elpais.com, 1. 2. 24).

Fiestas, drogas, armas, prostitución, pornografía y escoria sonora: en esto consiste la pseudoestética expansiva del crimen organizado y su barbarie, que se despliega en un proceso paralelo de captación de clientes y adeptos. Si acaso el surgimiento de una variante del octubrismo y su victimismo asociado, oportunista y mafioso, nunca extinguidos del todo.

Domina aquí un ritmo pesado y monótono, que pareciera inducir un estado hipnótico tendiente a la inconsciencia, como persiguiendo un descenso sin retorno a una espesa oscuridad interior.

El resto de los elementos musicales son reducidos a la inmanencia e inmediatez de su expresión más básica y tosca (lo cual no debe ser confundido con “simple y sencillo”, que es un logro estético muy difícil de alcanzar). De ahí, su rápida imitación, al alcance de cualquier ignorante: melodía plana o inexistente; carencia de la más mínima elaboración armónica, tímbrica y rítmica, sea vocal o instrumental. Su “deconstrucción” electrónica redunda en lo mismo: es puro efectismo.

Sus letras, de contenido nihilista y lenguaje lumpenizado: prostibulario y carcelario, son favorables a la legitimación de un modelo que promueve la disolución, la criminalidad, y una instintividad básica y animalesca (sexual y depredadora, sobre todo), cuyo único fin, a corto plazo, es satisfacer una “necesidad desbordante de plata”, en términos de DJ Lizz (terceradosis.cl, 1. 12. 23).

Los términos “perreo” y “bailar perreo” ya figuran en el Diccionario de la Lengua Española (RAE).

El género urbano no es causa directa y literal de la criminalidad. Pero colabora propagando un sistema que legitima la anomia, la impunidad y la disolución del Estado de derecho, cuya cifra es el crimen organizado.

Corresponde a la pseudoestética de lumpenfascismo, lumpenconsumismo y narcofascismo integrados y totalitarios. Es una impostura de principio a fin. Cultura, arte, estética y música, en un sentido profundo e iluminador de la conciencia y su florecimiento en obras, NUNCA.

Su modelo postmoderno, en DJ Lizz, sobre todo; esto es, nihilista, hedonista, materialista y ajeno a todo sentido de trascendencia, es una forma de parasitismo execrable. Su relevancia filosófica se presenta como ruina, escoria y descomposición de concepciones asimiladas como objeto de consumo.

La fórmula de uno de los asesinos del teniente Sánchez es reveladora al respecto: “Ni la muerte nos detiene, y si la muerte nos sorprende, bienvenida sea”. Este es un ejemplo de la degeneración que un modelo semejante puede llegar a justificar: vacío y sinsentido de la vida con efectos criminales.

Estos engendros envanecidos en su miseria de no ser más que un cuerpo constituyen un producto acabado del hedonismo de la sociedad de consumo (Pasolini) y del economicismo unilateral imperante en estas décadas.

Ya han aparecido musicólogos y otros profesionales dispuestos a legitimar los prestigios de esa pseudoestética y pseudoarte nivelador, esa escoria sonora sin rostro, ni voz, ni inteligencia: roma, vacía, vulgar y lumpenesca.

Está por verse si no terminarán por convertirse en una extensión más de esa industria abominable, financiados a través de proyectos FONDECYT. O dirigiendo tesis equivalentes a aquellas que, en la Universidad de Chile, legitimaban la pedofilia.

Es tarde.

Crece el barbárico deseo colectivo de un santo asesino que ejerza la presidencia de Chile, a semejanza de los íconos del perro Negro Matapacos y del psicópata Émile Dubois. Ambos, idolatrados desde un culto devocional, populachero y vindicativo.

El acontecer se quiebra. El 27 de abril de 2024, día del 97° aniversario de Carabineros de Chile, tres de sus funcionarios fueron asesinados en Cañete, ejecutados a tiros y, luego, quemados. Sus cadáveres fueron encontrados en el pick-up de su camioneta blindada, también quemada.

Mientras tanto, las fiestas y ritmos prostibularios de la muerte proliferan, como infestación y corrupción moral, en medio de la anomia imperante.

“Insoportable al oído y al alma” (Uribe, Contra la voluntad, 2000).

Así se perpetúa el parasitismo del género urbano, con prepotencia y sorna, en el vacío del alma de este Chile que se precipita en una última oscuridad.

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