La muerte inesperada de Sebastián Piñera ha removido sentimientos profundos en toda la sociedad chilena. Por de pronto, ha hecho ver que el odio pertinaz con que el octubrismo intentó recubrir su figura era tan artificial como artificioso. No, Piñera no es Pinochet. Bien se podría pensar que es su exacto contrario. Es al menos el líder de la derecha que logró sacar la sombra de Pinochet de su sector.
También queda claro que, si bien nunca logró entender el concepto del conflicto de interés, no se hizo presidente para enriquecerse, sino por genuino amor por el país. Un amor, como muchos, convulso, equívoco, complicado pero que nacía de un ansia simple de estar en la historia de los chilenos de a pie entre los que se sentía más vivo que en ninguna otra parte.
Estos días de duelo nacional han llevado a sus ministros, colaboradores, a su sector en general a buscar un heredero a tanto amor. Se olvidan de que, estando Piñera en vivo y en funciones, varios de ellos intentaron justamente heredar su popularidad, sin ningún éxito. Tal es el caso de Felipe Kast y Sebastián Sichel y sus sendas campañas presidenciales.
Si exceptuamos a Evelyn Matthei, que tenía una personalidad política perfectamente formada antes de ser ministra de su compañero de la patrulla juvenil, ser parte del equipo de Piñera no ha sido ni dentro del sector ni fuera de él, ninguna garantía de éxito. Al contrario.
Toda discusión sobre quién será el heredero debe primero poder medir en qué consiste la herencia. Si se mide el éxito político por la capacidad de entregarle a un político de tu mismo signo el gobierno, Piñera fracasó dos veces estrepitosamente. Si se mide por mantener un país próspero y en paz, se podría decir que el primer gobierno fue un éxito a medias, porque si bien el país creció levantándose de uno de los peores terremotos de la historia mundial, el movimiento estudiantil se tomó desde la calle hasta los pasillos del congreso.
El segundo gobierno, con el estallido social en su centro, fue francamente algo más que un gobierno accidentado. La manera audaz con que el expresidente administró la pandemia no puede llevar a pensar, como tanto piensan hoy, que el estallido es otro cataclismo natural más y no un movimiento social que tiene parte de sus orígenes en gestos, gestiones, gesticulaciones, del propio gobierno y del propio gobernante que hoy concentra toda nuestra admiración.
Algo hacía o decía Piñera que despertaba la instintiva necesidad de protestar y tomarse las calles contra él. Claro, la izquierda no le perdonaba ser quien es, pero las marchas de 2011 y las fogatas de 2019 rebasaban por lejos el poder de convocatoria de la izquierda.
Mucho de lo que denunciaban eran injusticia reales y tangibles que la elite, concentrada en pocas familias y nombres, no había querido ver. No estaba solo en la ceguera, pero sin duda que la concentración del poder -empresarial, político, mediático, simbólico- hacía más expedito y urgente el reclamo. Piñera no podía echarles la culpa a los empresarios, aunque los empresarios no dejaron de echarle la culpa de casi todo a Piñera.
El presidente se demoró veinte años en inventar una fórmula por pulverizar electoralmente a la Concertación. Llamó a la formula el desalojo (o lo hicieron Allamand y Cubillo por él). Esa destrucción creativa solo logró generar una izquierda más radical que se nutrió de los equívocos y equivocaciones del mandatario para crecer y ganar bajo su gobierno todas las elecciones en que se presentaron, incluida la de convencionales donde lideraron un curioso circo que es también, nos guste o no, herencia de Sebastián Piñera.
Porque cierta gozosa frivolidad, todo lo que en Piñera presidente había de su hermano El Negro, permitía aflorar una desmesura, un delirio, una radicalidad carnavalesca sin fin que, al no encontrar canalización a la velocidad requerida, terminaba en una inflación verbal y gestual de tan triste consecuencia para el país.
Cierto que supo luego canalizar el fuego y logró que solo incendiara la pradera, pero nada quita que había en Piñera una tendencia justo al descontrol, al vértigo y a la imprudencia que explica el amor que se le tiene, pero también la dificultad de sus herederos a canalizar ese amor en un líder que no sea tan extraordinario, para bien y para mal, como Piñera.
La idea peregrina de Pedro Pablo Errázuriz de que Piñera es una suerte de Leonardo Da Vinci quizás explica esos vistosos errores que lo dejan sin herederos visible. Da Vinci fue un funcionario pagado de príncipes y reyes a los que sirvió con lealtad, pero con el que nunca llegó a confundirse, trabajando alguna vez por los enemigos jurados de sus patrones anteriores.
Los magníficos eran los Medici, o Francisco I, el restaurador de las letras. Reyes de los que quedan sus guerras y sus sombras. Reyes, duques, Papas que sabían que podían comprar el talento de Da Vinci pero que, no por eso, eran ellos Da Vinci. Porque un creador que se respete renuncia al poder de gobernar porque sabe que inventar es lo contrario de controlar. Alguien que sabe que gobernar necesita más paciencia que pasión. Y que saberlo todo es a veces no comprender lo que no se sabe. O que, de muchas formas, gobernar en democracia significa gobernarse.
Una serie de características personales le permitieron a Sebastián Piñera reconocer sus errores y enmendarlos (a veces) y conseguir una serie de aciertos históricos que estaban justo en el lado contrario de la ortodoxia de su sector: el posnatal de seis meses, el matrimonio homosexual, los cómplices pasivos.
Como suele ocurrirnos a los chilenos tuvimos la mejor versión de un error que ha hundido a la mayor parte de nuestros vecinos: La idea de que el país es una empresa. O la idea de que los ricos no roban porque son demasiado ricos para hacerlo. O la idea de que la plata atrae a la plata y que solo debemos esperar que llueva del cielo. Idea que se llamó Macri en Argentina, Kuczynski en Perú, Carter en Paraguay, Noboa en Ecuador y Trump en Estados Unidos.
Distintas todos, pero unidos por la dificultad de entender que tener acciones en muchos negocios distintos, no te convierte en Leonardo Da Vinci y que el hecho de que tu seguro de vida diga que tu muerte vale millones no te hace inmortal.
Piñera era el mejor de los presidentes empresarios porque la política era su verdadero amor y la empresa un hobby para el que estaba singularmente dotado. Sus funerales son la demostración de que hay un pueblo de derecha y de centroderecha que quiere un líder que respete la democracia y sea capaz de políticas sociales generosas sin dejar de crecer.
Se necesita un político único, capaz en muchos planos pero que no sea un Da Vinci, es decir un genio, un artista, sino un administrador talentoso. Alguien que entienda, como entendió Piñera en 1988, que la derecha política no podía contar con el fusil para tener la razón cuando no la tenía. Uno que entienda hoy que no puede tampoco contar con la chequera o la tarjeta de crédito para dejar zanjados los debates necesarios. Una derecha política que encuentre en la política y solo en la política su razón de ser, su forma de hacer las cosas.
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