Si alguien pensó que un descalabro electoral de 24% haría reflexionar a un gobierno derrotado por ese margen apenas a seis meses de haber iniciado su período, los mensajes de días pasados lo habrán desalentado.
Los discursos oficiales no solo eluden el hecho político de la derrota con retóricas ingeniosas del tipo “un gobierno no puede sentirse derrotado cuando el pueblo se pronuncia” o invocando la fórmula leninista de “un paso atrás y dos adelante”, que no es otra cosa que decir que la derrota electoral no cambia el carácter irreductible de las propuestas refundacionales de Apruebo Dignidad, ignorando -cuando no ofendiendo o menospreciando- la voluntad democrática de las mayorías.
Para mayor abundamiento, desde el oficialismo se insiste desde tribunas internacionales en la explicación octubrista de la situación del país, en particular se valora el estallido social como el momento del cambio cualitativo, la respuesta a “30 años de políticas que profundizaron la desigualdad” convirtiendo a Chile “en el país más desigual del mundo”.
No sirve solo reconocer que “otra cosa es con guitarra”. Se afirma majaderamente un diagnóstico falso, en contraposición a todos los estudios que muestran una reducción de la pobreza en la década de los noventa y de la desigualdad en el país a partir del 2000, y se persiste en la denostación de la obra de los aliados del socialismo democrático, que son los que, tras la derrota del plebiscito, se han hecho cargo de los platos rotos.
Afortunadamente, el país pareciera venir de vuelta de esas lecturas auto flagelantes y catastrofistas; pareciera que vuelve a valorar lo que hemos avanzado en democracia y lo que queremos conservar. Sin embargo, la falta de reconocimiento de la realidad política, la desorientación tras la “batalla de las batallas”, puede a llevar a la repetición de un fenómeno muy negativo y peligroso que ya se produjo en 2019 y 2020 cuando el gobierno de Sebastián Piñera dejó de ser relevante: el parlamentarismo de facto.
De hecho, algo así parece estar ocurriendo en relación a la aprobación del tratado TPP-11, donde el senado se dispuso a aprobarlo sin esperar a Apruebo Dignidad; algo similar ocurre con las negociaciones relativas a la continuidad del proceso constituyente donde la Segpres quedó como observador y no sería extraño que proyectos de ley que ya han sido despachados por la Cámara de Diputados o duermen largamente en Valparaíso (como por ejemplo, la reforma previsional, la ley de patrimonio cultural y diversos proyectos relativos a la seguridad pública), revivan más allá de la voluntad del gobierno.
La traumática derrota electoral no ha terminado de asumirse. De hecho, el oficialismo parecía preparado para el triunfo del rechazo pero por diferencias como las que marcaban las encuestas. Su plan era el que ejecutó, es decir, cambiar el eje del gobierno hacia el socialismo democrático, que ya tiene bajo su responsabilidad no sólo la conducción política sino también las áreas de seguridad pública, la hacienda, las relaciones con el parlamento, la defensa, el urbanismo y las relaciones exteriores. Lo que no se entiende y requiere una explicación es cómo los protagonistas de los 30 años que llevaron al país al desastre denunciado por el embajador en España, son los que ahora están a cargo de salvar al gobierno.
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