Hasta el pasado año había más personas que tenían un juicio positivo sobre el estallido social. Este octubre, a cuatro años de su ocurrencia, son más -55%- quienes se identifican con la frase “el estallido social fue más bien negativo para el país”, que quienes se identifican con la inversa -45%-: que fue más bien positivo para el país.
Las veces que he presentado o conversado sobre este reciente dato de Criteria, en general, me he encontrado con una rápida interpretación relativa al descrédito social en que habría caído la llamada revuelta social. Como si se quisiera dar por zanjado que la sociedad quedó tan traumada con esa experiencia que nunca más verá con buenos ojos, como lo hizo por tres años, una manifestación social mayoritaria, contundente y persistente para presionar por cambios.
Tiendo a no compartir ese juicio. Cada vez que escucho en profundidad a las personas, tras la pátina crítica al estallido, aparece una clara separación entre la movilización ciudadana, los caceroleos, las protestas y las expresiones de violencia. Dicho de otra manera, en las subjetividades mayoritarias habitan dos hechos distintos que acaecieron en un mismo tiempo: la legítima y valorada presión social expresada en movilización y la violencia “delictual”, “revolucionaria” o “lumpenezca”, que es masivamente detestada.
Lo intelectualmente honesto es mirar el fenómeno tanto en sus causas como en sus consecuencias. Guardando las proporciones, así como preguntarse por las causas del golpe de Estado no equivale a justificar ni el Golpe ni lo que vino después (las consecuencias), mirar o preguntarse por las causas del estallido no equivale a validar la violencia que tuvo lugar durante ese período.
Durante los meses previos al 18 de octubre de 2019, las encuestas no indicaban al transporte en un sitial relevante entre las preocupaciones ciudadanas. Sin ir más lejos, la encuesta CEP de junio de ese mismo año lo ponía en el último lugar de los problemas a los que debía abocarse el gobierno.
Visto así, el alza en las tarifas del metro fue sólo el detonante de una crisis larvada que sí mostraban los estudios de opinión: deslegitimación de la política partidaria, pérdida de confianza social en el modelo de desarrollo, detrimento de legitimidad social del crecimiento como motor de movilidad social (claro, Chile ya no crecía como antes) y un creciente malestar subjetivo por la desigualdad material y de trato entre los chilenos.
Por esos días, el INE confirmaba el alto endeudamiento de la población. A más del 60% no le alcanzaban los ingresos mensuales para sobrellevar su vida, las pensiones se tornaban algo tanto o más acuciantes que la delincuencia y la salud apretaba por todos lados: acceso, calidad de la atención y precio de los medicamentos. Los esfuerzos que esa gran clase media había hecho por salir de la pobreza perdían sentido y se encontraban con un punto de retorno después de tanto sacrificio.
Como condimento, varios casos de colusión empresarial seguían frescos en la retina y los ministros de hacienda y economía se mofaban de las dificultades que conllevaba el alza en la tarifa del metro decretada por el panel de expertos en transporte.
Un contexto general que se vivía como una experiencia de desigualdad tan grande respecto de la élite económica y política que se tornó insoportablemente rabiosa. La metáfora de la fiesta, “unos pocos siempre están en de fiesta, la mayoría sólo cuando podemos. Y hace tiempo que se nos acabó la fiesta”, sintetizaba bien el momento vital.
Por eso, no fue azaroso que slogans como “no son 30 pesos, son 30 años”, “el pueblo se cansó de los abusos”, “Chile despertó” o “más dignidad, menos desigualdad” conectaran tanto con la subjetividad de los tiempos. Y tampoco fue azaroso que ese agobio contenido, al sentirse en las calles como una experiencia colectiva, encontrara el eslabón que faltaba para expresarse en esa mezcla de rabia, esperanza y violencia en muchos casos.
A cuatro años, qué duda cabe, las consecuencias del estallido, sumadas a la de una pandemia y un fracaso constitucional han sido nefastas. El país está peor, objetiva y subjetivamente y la ciudadanía nuevamente ensimismada, frustrada y enrabiada ante la falta de respuestas desde la política. Y, las causas de esa expresión colectiva llamada estallido, en que por algunos días el yo dio paso al nosotros, siguen ahí latentes, lacerantes.
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