El hito de los 50 años era una oportunidad perfecta para reflexionar sobre la profundidad de las razones que llevaron al país a quebrarse en dos en 1973, y a partir de eso, con altura de miras, proponer una manera definitiva de dar vuelta la página. Era una oportunidad perfecta no solo por el beneficio que da la retrospectiva, sino que también considerando que por primera vez hay una generación que no estuvo expuesta al trauma en el poder.
Esto último es relevante, pues, como enseña la experiencia comparada, es más fácil dar vuelta la página cuando quienes participaron directamente en los hechos ya no están, o al menos no son quienes están tomando las decisiones.
Por supuesto, la inferencia no se restringe solo a las víctimas, se extiende incluso a los victimarios, que, como se puede intuir, también pueden tener buenas razones para no querer contribuir.
Salvo ellos, las víctimas y los victimarios, es raro ver resistencia por parte de los demás que tienen incentivos naturales a dar vuelta la página y seguir adelante.
Esto es especialmente cierto para quienes no participaron directamente en los hechos que llevaron al quiebre, que pertenecen a otra generación, y que más encima representan a sus pueblos como gobierno.
La reparación es más fácil cuando se obra con tiempo y distancia y en nombre del bien común.
Por lo mismo, algunos anticipaban que, si nada más, la conmemoración de los 50 años le daría la oportunidad, o excusa, al gobierno para hacer lo que ningún gobierno ha querido o ha podido hacer hasta ahora: pedir la unión incondicional desde la Plaza de la Constitución.
Haberlo planteado desde allí, desde la madre de todas las plazas, no solo hubiese sido una señal categóricamente histórica, sino que también una humilde lección de democracia. Hubiese demostrado que a la generación que gobierna, una generación que no estuvo en 1973, y que ha tenido la gracia de crecer en democracia y prosperidad, le importa más lo que viene que lo que pasó.
Pero, como quedó a la vista de todos, ocurrió justamente lo contrario. El gobierno escogió el pasado por sobre el futuro. Escogió repetir lo mismo que se ha dicho y hecho desde la transición una vez más.
Sin tener que cargar con la cruz ni la culpa de sus antecesores, escogió la trinchera en vez de la bandera, e hizo de la conmemoración un evento partidario de la izquierda para la izquierda.
Desde el oficialismo se ha planteado que la decisión tiene que ver con la necesidad de recordar para no olvidar. En su versión, lo que justificaría el ritual de pedirle a los chilenos condenar lo mismo, año tras año, sería la necesidad de renovar un compromiso que de otra forma caducaría. Se desprende, entonces, que ellos mismos, y solo ellos, son capaces de plantear los términos y las condiciones de la comunión.
No tiene sentido. La civilización no puede depender de versiones de verdades propuestas unilateralmente. Si la realidad fuera así, cada sector buscaría imponer su propio estándar moral, obligando al sistema a caminar la cuerda floja entre la polarización permanente y el caos total. Por eso, países quebrados que han encontrado la salida, y que han logrado dar vuelta la página, lo han hecho mediante grandes consensos transversales y apartidarios.
La crítica no es a la memoria y la idea no es dar vuelta la página sin haber aprendido la lección. Todo lo contrario. La crítica es a la utilización de la memoria como propiedad política. La crítica es a aquellos que se adueñan de la verdad. La memoria debe ser suficientemente amplia como para que todos puedan recordar lo mismo. Si la memoria es indistinguible de una posición política, solo le pertenece a unos pocos.
Afortunadamente, el Senado parece haber procesado esta idea, y en un giro inesperado de eventos, haber llenado el vacío que quedó después del discurso de Boric. En un notable discurso de solo 343 palabras el Presidente de la instancia logró demostrar que entiende el peligro de politizar la memoria. Juan Antonio Coloma hizo lo que debió haber hecho el Presidente de la República.
Se refirió al golpe de 1973 como el fracaso institucional más grande del siglo XX, a la necesidad incondicional de respetar los derechos humanos, a la importancia de la unión en tiempos violentos, a la impostergable categoría de la dignidad humana, a lo peligroso e insignificante que resulta ser el cálculo político genérico y a la responsabilidad que se requiere cuando se gobierna en un país quebrado.
Las reacciones al discurso fueron tanto o más notables. Mientras que el senador PPD Ricardo Lagos Weber concedió abiertamente que “el golpe de Estado era evitable”, el senador y presidente de la UDI Javier Macaya sostuvo que “en Chile sí se violaron los DD.HH.”. Si no hubiese sido por las intervenciones de los senadores PC y RD, que se alinearon con el relato divisivo de La Moneda, hubiese sido una jornada redonda.
En 50 años más, cuando se estudie la conmemoración de los 50 años en los libros de historia, el evento organizado por el gobierno pasará desapercibido. En su lugar, se hablará del discurso del Senado. Se contrastará el unilateralismo divisivo de una generación que pudiendo haberlo cambiado todo decidió no hacerlo, con el pequeño pero gran gesto de una institución que, a pesar de ser antigua, entiende perfectamente la urgencia de reparar lo quebrado.
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