El 26 de abril se publicó finalmente en el Diario Oficial la Ley 21.561 que modifica el Código del Trabajo con el objetivo de reducir la jornada laboral a 40 horas. Esta normativa solo aplicará a los empleados de empresas privadas, haciendo -una vez más- diferencia con los trabajadores del sector público que se rigen por el Estatuto Administrativo y por otros leyes especiales, y no por el Código del Trabajo, de modo que estos otros trabajadores no verán reducida su carga laboral semanal.
Si bien la ministra del Trabajo ha afirmado ante la prensa que se está elaborando un nuevo proyecto de ley que incluya la reducción de la jornada de trabajo para funcionarios del sector estatal, la verdad sea dicha es que no es la primera vez que el Estado de Chile les exige a las empresas condiciones laborales, que irónicamente, no está dispuesto a conceder a sus propios trabajadores.
En el imaginario colectivo reina la idea de que los empleados públicos se encuentran en una situación privilegiada. Si bien algo de eso existe, se trata de un grupo reducido quienes gozan de beneficios como la inamovilidad funcionaria.
La gran mayoría de los trabajadores públicos se encuentra en una situación desmedrada frente a los trabajadores del sector privado. Nuestras leyes permiten que convivan en el sector público y municipal diferentes categorías de trabajadores, lo que vulnera el principio de igualdad y no discriminación que el Código del Trabajo -y la Constitución Política de la República- exige a las empresas privadas. De replicar estos modelos, enfrentarían seguramente demandas por vulneración de derechos fundamentales y paradójicamente la prohibición de contratar con el Estado y sus empresas públicas, aparte de las indemnizaciones previstas para estos casos de 6 a 11 remuneraciones adicionales a las que les correspondan a sus trabajadores en caso de despido.
Existen diversos estudios que demuestran que el Estado ha validado un modelo de empleo público precario, que contrasta con las obligaciones que impone a las empresas privadas con sus trabajadores, donde los ejemplos abundan, pero analicemos solo dos casos.
En primer lugar, la mayoría de los trabajadores públicos tiene vínculos labores inestables, bajo la figura del “empleo a contrata” donde están sujetos a que año a año la autoridad de turno renueve su contrato para el período siguiente, mientras que el Código del Trabajo y nuestros Tribunales Laborales prohíben -y sancionan- a las empresas privadas mantener sucesivos contratos de trabajo a plazo, donde luego de 1 año por regla general se convierten en un contrato de trabajo de carácter indefinido.
La Corte Suprema ha reconocido esta irregularidad. Resolviendo una serie de recursos de protección a propósito de las habituales desvinculaciones de funcionarios públicos con los cambios de gobierno tras cada elección presidencial, estableció una limitada protección bajo la aplicación del denominado principio de “confianza legítima”. Aplicado en materia administrativa, busca proteger a los funcionarios de los cambios intempestivos en las decisiones de la administración, entregando una relativa estabilidad a los servidores públicos.
En todo caso, esta protección solo opera -según la jurisprudencia mayoritaria- después de 5 años de trabajo, por lo que no se configura actuar ilegal o arbitrario si la desvinculación de un trabajador a contrata se produce antes del quinquenio.
En segundo lugar, la ley permite además la contratación -prohibida a las empresas privadas- de “trabajadores a honorarios” para desarrollar servicios inherentes al cumplimiento de los fines de cada institución estatal o municipal, siguiendo instrucciones de sus jefaturas y cumpliendo jornada de trabajo. Sencillamente se les desconoce su calidad de trabajadores dependientes.
Si una empresa privada hiciera lo mismo que el Estado o las municipalidades, tendría primero a la Dirección del Trabajo aplicando altísimas multas por “informalidad laboral”. Luego habría un ejército de abogados que se han dedicado a representar a estos “trabajadores” y demandar la declaración de la existencia de una relación laboral, lo que implica el pago de cotizaciones de seguridad social, indemnizaciones y la “nulidad” en caso de despido bajo la llamada ‘Ley Bustos”, la cual por cierto no aplica a los funcionarios públicos según el criterio de nuestros Tribunales.
Las condiciones descritas vulneran tratados internacionales que el propio Estado chileno ha ratificado y desconoce el estándar de Trabajo Decente elaborado por la Organización Internacional del Trabajo, el cual el gobierno del Presidente Boric y la ministra Jara se han empeñado en requerir a las empresas privadas.
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En este escenario, la clave no está solo en reaccionar a los eventos, sino en anticiparlos, gestionarlos y convertir la incertidumbre en una ventaja estratégica.
Hay fallas estructurales evidentes que deberían haber sido corregidas por el regulador. Y hay fallas específicas que parece son responsabilidad de las empresas y que deberán ser clarificadas.