Los juegos de apariencias son, como es sabido, parte del compendio de maniobras usado desde siempre en la política. Así, después del plebiscito, lo más urgente para los partidos oficialistas fue disimular su abrumadora derrota, quitarle trascendencia, conseguir que el público mirara hacia otro lado. Era indispensable conseguir que se desvaneciera la imagen del compromiso del gobierno con el proyecto rechazado, y por cuya aprobación Boric estuvo dispuesto a hacer todo lo que vimos. El Frente Amplio y el PC se habían ilusionado con la posibilidad de conseguir un triunfo que colmara sus aspiraciones. No veían, o no les importaban, las consecuencias.
Todo sugiere que La Moneda y los partidos del Apruebo no se pusieron en la eventualidad de perder. Si hubiera sido así, habrían actuado con mayor sentido de las proporciones y mayor decoro. Frente al hecho brutal de la derrota, optaron por “crear realidad”, esto es, dar a entender que lo ocurrido era solo un capítulo de un proceso histórico en curso, que tenía los inconvenientes que se producen a veces porque el pueblo se queda atrás y no alcanza a percibir la sabiduría de “los adelantados”.
En rigor, Chile no tiene un problema propiamente constitucional, que deba resolverse con diseños creativos y el auxilio de expertos. El verdadero problema de los últimos años ha sido crudamente político, o sea, una confrontación por el poder que estuvo condicionada por el intento de hacer saltar por los aires todas las reglas, en octubre de 2019. Aquella vez, creció la audacia de quienes fundaban sus expectativas políticas en la acción directa, pero también creció el oportunismo de muchos que aprovecharon la confusión para ganar a río revuelto. No hace falta demostrar que numerosos integrantes de la Convención no creían en la democracia representativa, y que algunos ni siquiera creían en Chile.
El gobierno debió darse tiempo para masticar y digerir el Rechazo. También los dos bloques de partidos que conviven en su seno. Sin embargo, no lo hicieron. Pese a que chocaron con la realidad, prefirieron hacer como si ello no hubiera tenido mayor importancia. Lo que descubrieron al atardecer del domingo 4 de septiembre fue que el país no era el que creían que había surgido después de la revuelta. Había perdido eficacia la extorsión política basada en el miedo a nuevos estallidos. Ha pasado un mes, y lo único que cabe es tomarle el peso a lo ocurrido y evitar nuevos desaguisados. Y han sido demasiados desde el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, suscrito el 15 de noviembre de 2019. Ya vimos todo lo que salió de allí.
Sería lamentable que las conversaciones de los partidos que están en curso se convirtieran en un nuevo malentendido. ¿Por qué tienen que resignarse ante la idea de meter al país en un nuevo ciclo de agitación e incertidumbre, con campaña electoral incluida, en medio de los problemas urgentes que deben atenderse, como la crisis de seguridad pública, las derivaciones de la recesión y el acuerdo previsional que se requiere? ¿Por qué pensar en una nueva convención, con bordes improbables, cálculo de cuotas y enredos reglamentarios, si el país cuenta con un Congreso completamente legítimo?
Si los partidos están discutiendo una propuesta de “bases constitucionales”, quiere decir que consideran válido abordar directamente el contenido de un nuevo proyecto de Constitución. Nada debería impedir, entonces, que el Congreso dé continuidad a ese debate y asuma la responsabilidad de ser, como corresponde, la sede natural de los acuerdos para renovar el pacto constitucional. Un asunto cardinal es, por supuesto, reivindicar el principio de igualdad ante la ley, por encima de la raza, el sexo, la religión o cualquiera otra condición. Debe haber un solo registro de electores, o sea, hay que eliminar el registro étnico creado tristemente hace dos años. No puede haber escaños reservados sobre la base de la segmentación racial de la población. Por lo menos, debería haber quedado claro que somos una sola nación.
En este cuadro, ha llamado la atención que los dirigentes de cinco de los seis gremios empresariales que integran la CPC se hayan apresurado en dar su apoyo a la elección de una segunda convención, aunque manifestaron diferencias sobre el número de integrantes, el modo de elegirlos, los escaños reservados, las cuotas de expertos, la paridad de género, etc. Van demasiado rápido. Deberían respaldar al Congreso.
No hay ninguna razón para que los parlamentarios vuelvan a cercenar sus propias atribuciones. Si aprueban la Ley de Presupuesto cada año, políticas públicas en todas las áreas, nombramientos de los miembros de la Corte Suprema, reformas constitucionales como la que condujo al plebiscito, etc., quiere decir que tienen plena autoridad para tomar decisiones sobre las normas constitucionales. Están investidos de facultades a las que no pueden renunciar sino por motivos dudosos. Es hora de fortalecer una institución fundamental del régimen democrático como es el Congreso. Ello es crucial en momentos en que es muy alta la inquietud por la gobernabilidad.
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